25 de noviembre de 2010

El camino de la crisis de la universidad: la escolarización como fundamento de su extravío (preámbulo)

 Por Gonzalo García(*)


“Sólo países centrales están en condiciones de observarse a sí mismos y a las periferias"
J.M Chávez. Universidad de La Frontera

Es habitual que los ganadores de la carrera civilizatoria se ubiquen en la punta de los indicadores de desarrollo, ley a la que la forma de producir conocimiento a escala planetaria no reclama exclusividad. Que América Latina junto a África sean las regiones en el mundo con las cifras más bajas en participación científica no es una simple eventualidad del devenir de la historia (1) . Pero tal afirmación no puede ser explicada por razón de una diferencia ontológica de inteligencia que determinaría la ventaja de los países de alto desarrollo y producción de conocimiento científico sobre el resto. Para una sensata explicación simplemente basta remontarse a las asimetrías que indicadores como la inversión del PIB en I+D, la elaboración de patentes o la producción científica a partir de centros de investigación especializados y universidades,  proporcional a cada país, reflejan.

Por ejemplo, según las estadísticas del Conicyt, la inversión pública en I+D en Chile no supera el 0,7% del PIB. A aquello, habría que descontarle, junto a una deficiente política empresarial, la precaria inversión por razón de iniciativas privadas en áreas de investigación, innovación y desarrollo de tecnología. Asimismo, las diferencias de inversión en ciencias sociales con países como Alemania pueden ser casi anecdóticas; por ejemplo, los 6 proyectos fondecyt adjudicados para el año 2010 por la comunidad de antropología social y cultural chilena, que en total suman una cifra aproximada de 300 millones de pesos, no alcanzan ni a igualar los 1.400 marcos alemanes que se adjudicaba por proyecto el equipo de investigación en modernización reflexiva a cargo de Urlich Beck.

El ajuste de las pretensiones de un programa político plasmado de una ideología del progreso y crecimiento económico en las disposiciones del campo científico y de la educación, ha descubierto el resultado directo subsumir sus trayectorias al tutelaje de los intereses que ad hoc son orientados por los beneficios que otorga la utilidad inmediata de los resultados. Así, en los contextos universitarios, es posible rastrear como el ámbito de las áreas-más-productivas, de mayor competitividad, o en palabras del Conicyt de las “prioridades estratégicas”, se ha convertido en el concepto dominante que organiza el horizonte discursivo. El resultado es una serie de conceptos profanos que dotados de cierta cientificidad y de opiniones de profundidad periodística se han convertido en sacrales, cuasi intocables (2) : la innovación empresarial para la competitividad, la diversificación y el desarrollo de las fuerzas productivas para el crecimiento económico, la sociedad y la economía del conocimiento, etc., conceptos redundados, posibles de rastrear en la semántica de la mayoría de los rectores, autoridades universitarias y políticos interesados en el tema. 

El año 2007 la Academia Chilena de Ciencias declaró su postura ante las recomendaciones hacia el Gobierno del diseño que debe seguir la política y gestión científica según el Consejo Nacional de Innovación para la Competitividad (CNIC). Argumentando categóricamente que el impulso que requieren cuestiones como la innovación y tecnología no pueden ser proyectados a corto o mediano plazo, mediante un énfasis en ciencia aplicada: “El sólo dar un énfasis prioritario a aquellos aspectos de la ciencia que tienen “aplicación práctica inmediata”, no es suficiente en relación a la importancia esencial del desarrollo de la ciencia básica, la tecnología y su relación con la innovación (…) Si como país no queremos lamentar a futuro un retroceso en nuestra capacidad para crear conocimiento y aplicarlo con un sentido productivo, Chile debe profundizar su ciencia, ampliarla y no hacer “borrón y cuenta nueva”. En materias tan importantes para el desarrollo del país se debe actuar con prudencia y sabiduría”. Lo paradójico del supuesto que se critica es que la evidencia histórica, en experiencias como Israel o Finlandia (como modelos a imitar), han demostrado que la innovación derivada de la ciencia ha requerido como condición sine qua non aventurarse a un proceso científico que sólo puede ser planificado como apuesta a largo plazo, de base en el desarrollo de ciencias básicas. Lo cual, imaginarlo hoy en Chile, es caer en la quimera de un ejercicio de ciencia ficción.     

Pero esto último es norma ya conocida, cuando ciertos rendimientos sociales permanecen ausentes se asumen como tarea de la política sacarlos adelante y por tanto pasan a ser parte de la construcción de un futuro que busca ser alcanzado. Por lo mismo, no es extraño que una agenda de gobierno con un claro discurso identitario reclame la disputa del campo científico y educacional dentro de sus prioridades programáticas, traduciéndolos en una suerte de motor para –en función de ciertos estándares e instrumentos de evaluación internacionales que se prometen conseguir-, no perderle el rastro al ritmo que marcan los centros metropolitanos.

No obstante, e independiente de que si los resultados de las políticas de gobierno y de las recomendaciones de comisiones como el CNIC en innovación y tecnología, sean exitosas o no. Nos proponemos ordenar la discusión en el lugar en donde la universidad ha sido extraviada. Tanto por el semi-debate que ha abierto la discusión del presupuesto para la educación superior del año 2011 y la sorpresiva propuesta de reforma anunciada para el área; del mismo modo ausente en las misiones que el Conicyt declara prioritarias a la hora de asumir la formación de capital humano avanzado y de fortalecer la base científica y tecnológica con prioridad hacia las áreas con mayor impacto; como así también, ausente en las medidas para reforzar la ciencia básica en Chile derivadas de la Academia Chilena de Ciencias, que circunscriben a la problemática universitaria a temas de presupuesto e infraestructura para la investigación.  

Señalamos la necesidad de establecer un diagnóstico preliminar acerca de la “realidad de la universidad hoy”. Lo que por un lado, nos permita apartarnos de los argumentos recurrentes de la contingencia mediática en la problemática de la educación superior tras las iniciativas impulsadas por el gobierno de Piñera, hegemonizados por una crítica de oposición estancada en la defensa de la educación pública como argumento en contra de la amenaza de la pérdida de la función social de la universidad. El secuestro definitivo de la educación superior por una lógica de mercado que antepone la agenda del gobierno, en tanto sistemática privatización que se enmarca en el refuerzo de lo que Jaime Retamal ha señalado como la herencia de la epistemología pinochestista en educación ; y que por otro, aparece mediatizado en torno a la discusión ciencia básica/aplicada, en el centro de las propuestas de la búsqueda compulsiva por la innovación.       

A nuestro juicio, e independiente de la radicalidad, los argumentos de la crítica siguen dejando pendiente respuestas sobre “qué universidad”. Ya sea como promotora de la producción de conocimiento y de un ambiente propicio para la libertad de pensar y emprender y, de su función en sociedad. Lo que nos obliga a ordenar la discusión volviendo a la forma histórica en que se establece y diferencia el modelo de universidad neo-humanista que hoy pareciera estar entrando en una intensa crisis.

Nuestra afirmación inicial es que actualmente las posturas oficiales en disputa nos exigen eximirnos del camino de la búsqueda a las soluciones a la crisis de la educación superior en Chile. Los resultados de nuestra propuesta perciben su objetivo en ese lugar, buscando cambiar la forma de plantearnos el problema de la universidad. Lo cual, pareciera llevarnos a un diseño de universidad escolarizante que se caracterizaría por una ruptura entre la síntesis que supuestamente establece su diferencia en virtud de su desafió pedagógico: la unificación de la enseñanza-profesión e investigación-ciencia.

La realidad podría ciertamente ser pesimista ante la evidencia, por el momento nos aventuramos a afirmar de que no podemos entablar la discusión asumiendo que la función genuina de la universidad aún puede ser defendida u, al menos, defendida.
  


*Gonzalo García es Antropólogo de la Universidad Austral de Chile

(1) Fernando Robles. El desaliento inesperado de la modernidad molestias irritaciones y frutos amargos de la sociedad del riesgo. RilEditores. Santiago, 2008.

(2) http://www.elmostrador.cl/opinion/2010/11/23/por-que-pinera-no-es-andres-bello/

22 de noviembre de 2010

capitalismo cultural o ¿desea dejar 5 pesos para fundación las rosas?

Comprender el comprender*


"La sociedad siempre produce la represión del deseo en nombre de que la gente tiene necesidades y nosotros nos encargamos de satisfacerlas"

El mundo político se cierra poco a poco sobre sí mismo, sobre sus rivalidades internas, sus problemas y los juegos que le son propios. Igual que en los grandes tribunales, los hombres políticos capaces de comprender y expresar los anhelos y las reivindicaciones de sus electores, se vuelven cada vez más raros, y están lejos de ocupar un primer plano dentro de sus jerarquías. Los futuros dirigentes se definen mediante los debates de televisión o en los subterfugios del aparato. Los gobernantes son prisioneros de un entorno tranquilo de jóvenes tecnócratas que a menudo ignoran la vida cotidiana de los ciudadanos, sin que nadie señale su ignorancia. Los periodistas, metidos en las contradicciones que caen sobre ellos a través de las presiones o las censuras ejercidas por los poderes locales y extra locales, y por una competencia que nunca favorece la reflexión, proponen a menudo, en tomo a los problemas más candentes, descripciones y análisis apresurados y generalmente imprudentes. El efecto que esto produce, tanto en el universo intelectual como en el político, es tan pernicioso que, en algunas ocasiones se auto-valorizan e intentan controlar la circulación de los discursos competitivos, como el delas ciencias sociales: sólo quedan los intelectuales, a quienes se deplora por su silencio. Actualmente no se cesa de hablar de ello, y es frecuente que susciten comentarios “demasiado apresurados”. Se habla sobre la inmigración, sobre la política de arrendamiento, sobre las relaciones de trabajo, sobre la burocracia, sobre el mundo político, se dicen cosas que no se quieren entender y en un lenguaje que se entiende menos. En definitiva, se prefiere atender a toda eventualidad, y despreciar a quienes hablan de culpa y de defecto, sin interesarse por los efectos que puedan desencadenar las malas intenciones de las preguntas mal formuladas.

Por lo tanto, los signos de malestar siguen presentes; falta encontrar una expresión legítima dentro del mundo político, reconocido en ciertas ocasiones a través de los delirios de la xenofobia y del racismo. Malestares no expresados y de vez en cuando inexplicables, que las organizaciones políticas, sin disponer de más explicaciones que la anticuada categoría de lo “social”, no pueden ni percibir ni asumir.

Las organizaciones políticas sólo pueden hacerlo a condición de extender esa visión estrecha de lo “político”, heredada del pasado y vinculada tanto a las reivindicaciones surgidas y llevadas a las plazas públicas por los movimientos ecológicos, antirracistas o feministas (entre otros), como a todas las esperanzas difusas que la gente tiene de sus identidades y sus dignidades. Por ahora, parece que surgieran de un orden privado, evidentemente enmascarado durante los debates políticos.

Una política realmente democrática debe poseer los medios para escapar a la alternativa de la arrogancia tecnocrática, que pretende hacer felices a los hombres, a pesar de ellos mismos, y de la renuncia demagógica que acepta, sin objeciones de ningún tipo, la realización de las peticiones del pueblo, manifiestas en las encuestas de mercado y las cifras de popularidad. El progreso de la “tecnología social” es evidente, pues bien se sabe que, por ejemplo, una demanda aparentemente actual es fácil de actualizar. Ahora, si una ciencia de lo social pudiera ampliar los límites de la simple técnica de sondeo —al servicio de todos los fines posibles—, correría el riesgo de convertirse en un instrumento ciego, propio a la forma racionalizada de la demagogia, y sería incapaz de luchar contra la tendencia de los políticos de satisfacer las exigencias más superficiales para asegurar su éxito, como haciendo de la política un disfraz del marketing.

Con frecuencia se compara la política con la medicina: para hacerlo, basta con releer los textos hipocráticos, como recientemente hiciera Emmanuel Terray. Una política consecuente no puede contener las informaciones registradas en las declaraciones que muchas veces resultan de una formulación inconsciente de sus efectos: “Los registros ciegos a los síntomas, y las confidencias de las enfermedades son realizados por todo el mundo. Si esto bastara para una intervención eficaz, no habría necesidad de médicos”. El médico debe descubrir las enfermedades menos evidentes; es decir, aquellas que precisamente un simple practicante no sabe “ni ver ni oír”. Y como las demandas de los pacientes son vagas e inciertas, los signos que el propio cuerpo emite son oscuros y se manifiestan sutilmente. Es entonces a través del raciocinio (logismos) que deben revelarse las causas estructurales que los buenos propósitos y los signos aparentes ni se imaginan.

Así, anticipándose a las lecciones de la epistemología moderna, la medicina griega afirmaba, desde un comienzo, la necesidad de construir el objeto de la ciencia por medio de una ruptura con las “pre-nociones”; en otros términos, las representaciones que los gentes sociales se hacen de su estado. Así como la nueva medicina se enfrenta a la competencia desleal de los adivinos, magos, charlatanes o “fabricantes de hipótesis”, las ciencias sociales hoy se enfrentan a todos los que se consideran hábiles para interpretar los signos más visibles de los males sociales, todos estos semi-hábiles armados de su “buen sentido” y de su pretensión, se precipitan a los periódicos o frente a las cámaras y dicen lo que el mundo social necesita, sin medios eficaces para conocerlo y comprenderlo.


De acuerdo con la tradición hipocrática, la verdadera medicina busca conocer las enfermedades invisibles; es decir, esos hechos que la enfermedad calla, de los que no se tiene conciencia o que se ha olvidado mostrar. De igual modo, una ciencia social debe preocuparse por conocer y comprender las verdaderas causas de enfermedad que no se expresan cotidianamente, sino a través de los signos sociales más difíciles de interpretar, evidentes sólo en apariencia. Pienso en los factores que desencadenan la violencia gratuita en los Estados u otros lugares, en los crímenes racistas o en los triunfos electorales de los profetas de la desgracia, prestos a explotar y ampliar las expresiones más primitivas del sufrimiento moral que son engendradas, más por la miseria y la “violencia inerte” de las estructuras económicas y sociales, que por todas las pequeñas miserias y las violencias moderadas de la existencia cotidiana.

Para superar las apariencias, en las que caen aquellos a quienes Platón llamaba los doxosophes, “técnicos de la opinión que se creen sabios”, sabios aparentes de la apariencia, es evidentemente necesario remontarse hacia las verdaderas determinaciones económicas y sociales de los muchos esperanzados en la libertad personal, legítima aspiración a la felicidad y a la realización de sí mismos, que hoy ejercen no sólo las contradicciones impías del mercado laboral o de los arrendamientos, sino también los veredictos del mercado escolar, o las sanciones abiertas, o las agresiones de la vida profesional. Es necesario atravesar las pantallas de las proyecciones continuamente absurdas, algunas veces odiosas, tras las cuales la enfermedad o el sufrimiento se enmascara como una simple expresión.

Hacer conscientes los mecanismos que vuelven dolorosa la vida, al punto de ser invivible, no es para neutralizar o para ir al día con las contradicciones; no alcanza para dar las soluciones. Pero, por escéptico que parezca ante la eficacia social del mensaje sociológico, no se debe anular el efecto que podría generar, y entonces permitir a quienes sufren, la posibilidad de imputar el sufrimiento a las causas sociales y poder sentirse finalmente perdonados; hay que dar a conocer el origen social, colectivamente oculto, de la desgracia en todas sus versiones, comprendidas las más íntimas y las más secretas.

A pesar de las apariencias, no hay nada desesperante: lo que el mundo social ha hecho, armado de conciencia, el propio mundo social lo puede deshacer. En todo caso, es seguro que nada es más inocente que el “dejar hacer”: si en verdad la mayoría de los mecanismos económicos y sociales están en el origen de los sufrimientos más crueles, particularmente los mecanismos que reglamentan el mercado del trabajo, no es fácil oponerse y modificarlos; sólo se salva la política que no saca pleno partido de las posibilidades, la cual, reducida a la acción, o ayudada a emerger por la ciencia, puede ser considerada culpable o no de asistir a alguien en peligro.

Así como la eficiencia de quienes tienen responsabilidades menos importantes y menos directas, como la de todas las filosofías hoy triunfantes que, frecuentemente, a favor de las tiranías pero en nombre de la ciencia y la razón, se han dirigido a invalidar la intervención de la razón científica en materia de política: la ciencia no tiene por qué ser una alternativa entre un racionalismo dogmático y la renuncia estética de un racionalismo nihilista; basta con cuestionar las verdades parciales y provisionales para conquistar la visión común y, en contra de la doxa intelectual, distribuir los medios racionales para aprovechar plenamente las márgenes de maniobra que quedan en la libertad, en suma, la acción política.


*Artículo tomado del libro La Misére du Monde, de Pierre Bourdieu. Editions du Seuil. 1993, pp. 941-944. Traducción: Jean-Louis Delhaye.