25 de diciembre de 2014

Conferencia: El estado de la naturaleza.






¿Por qué como seres humanos nos sentimos tan sobrepasados e impotentes ante la crisis medioambiental a la que nos enfrentamos? Aunque un análisis de la definición occidental de Naturaleza arroja inmediatamente su poder legislativo, es sólo desde el Antropoceno (la época actual del periodo Cuaternario en la historia terrestre) que la dimensión política de la Naturaleza se vuelve evidente para todos. Gaia, es el nombre que se le puede dar a esta controversial figura de la naturaleza equivalente a la política, donde se entiende a la biosfera como un ser complejo, dotado de una organización interna que promueve su bienestar. Tomando en consideración esta historia co-evolutiva, humana – y no humana – con el medio ambiente y la construcción del mundo moderno ¿Cómo se puede definir un Estado que extrae su autoridad de Gaia? Con ejemplos del arte, de la antropología y de las ciencias naturales, la conferencia intenta dibujar esta disputada cara de Gaia.

19 de diciembre de 2014

Dilemas del desarrollo.


Una metáfora intenta captar lo que está pasando. Estamos todos en un barco, en medio de la tormenta perfecta. En el cuarto de máquinas disputan intensamente políticos, científicos, dirigentes sociales, funcionarios, partidos políticos… Todos tienen ideas sobre cómo enfrentar la dificultad. Tan ocupados están en su debate que no perciben que el barco se hunde. Pero la gente, en cubierta, se da cuenta claramente. Algunos, con sesgo individualista, saltan del barco y se ahogan. Los demás se organizan y en pequeños grupos construyen botes y balsas y empiezan a alejarse del barco. Surgen pronto mecanismos para articular los empeños, hasta que descubren que están en medio del archipiélago de la convivialidad… Observan, a la distancia, cómo sus supuestos ‘dirigentes’ se hunden junto con el barco.
Gustavo Esteva. Más allá del desarrollo: la buena vida.


Si el triunfo total de una ideología es no ser percibida como tal, el desarrollo viene siendo un buen ejemplo de ello desde el 20 de enero de 1949*. A tal punto que en el influyente The development dictionary se hace un extraordinario esfuerzo por analizar pieza a pieza, los elementos que forman parte esencial de su engranaje: Estado, Mercado, Planificación, Recursos, Progreso, Producción, etc.

Y sin embargo, hasta el día de hoy, a pesar de ser denominado como un concepto en agonía, se encuentra extendido en el sentir y pensar de amplios sectores sociales. Es tal el nivel en que se ha vuelto efectivo este vocabulario, que cualquiera que lo ponga en duda es visto con ojos de reprobación.

Una de las principales razones que existe para rechazar su uso y aplicación consiste en analogarlo a la distinción clásica de siglos precedentes y que alcanzó un esplendor en parte importante del siglo XIX. La división entre civilización y barbarie, sirvió para distinguir a las masas e incorporarlas a un proceso de transformación sumamente violento. Los mapuche en el sur y yaganes y selknam en territorio austral comprendieron que las ideas de civilización se erigían en oposición a sus mundos de vida y prácticas cotidianas. La barbarie, como simbolización del atraso, la falta de higiene, incapacidad de producir riqueza y escasa capacidad intelectual, operó como un nudo de prejuicios que legitimó matanzas, apropiación de territorios y recursos que llevaron a varios pueblos a su total desaparición.

Esta división, era también una justificación para que –una vez identificado todo lo negativo como sinónimo del mundo indígena— se creara la percepción de que el mundo social del chileno, como continuador de las estructuras políticas, económicas y sociales de lo europeo, se mostrara como espacio de lo civilizado, produciendo políticas de transformación totalizadoras. La alteridad de lo indígena, derivó en un completo rechazo a su mundo de vida, significaciones y valores.

Este punto hay que entenderlo en toda su profundidad, ya que desde que existen los fenómenos de contacto y según la naturaleza contradictoria que suponen las diferentes formas de concebir el mundo desde el plano de lo occidental y lo indígena (Viveiros de Castro, 2002) ya no vemos ninguna posibilidad de que éstos últimos puedan asumir su condición movilizando sus cosmovisiones de manera total y efectiva, en particular porque la condición del capitalismo como "descodificación" creciente de todas las significaciones, no puede ser compatible con el sistema de codificación más estable de estas últimas. Creo que el análisis de Deleuze sobre la naturaleza axiomática del capitalismo, sumado al análisis de la codigofagia que propone Bolívar Echeverría para los fenómenos de contacto y mestizaje entre lo indígena y lo imperial español y estatal latinoamericano, representan dos enormes fuentes de claridad,  entendiendo que las relaciones de combinación de códigos y subcódigos que emergen del mestizaje, brotan de la violencia inherente a todo contacto con elementos alternos, en donde el código europeo que devora los restos del código prehispánico es comido al mismo tiempo por los códigos sobrevivientes de lo indígena.

Lo anterior para entender que las propuestas de alternativas al desarrollo construidas por el movimiento indígena no pueden ser leídas como un retorno a un mundo de pre-contacto tendiente a esencializar y estereotipar lo propio como algo que se encuentra más allá de las transformaciones del tiempo, caracterizado como lo bueno de por sí. Por lo general la mayoría de las propuestas indígenas van de la mano con un proceso de descolonización general, un pedido de autonomía política, autodeterminación y control territorial que mira hacia la cosmovisión propia como reservorio de futuras prácticas a la vez que como fuente para instaurar nuevos modelos de producción. Dos ejemplos en este campo pueden ser decisivos para describir la importancia de la propuesta indígena: la diferencia frente a lo occidental en la concepción del ciclo de vida/tiempo, circular en oposición a la linealidad europea y una concepción radicalmente opuesta de la naturaleza y sus vínculos con lo humano (perspectivismo y multinaturaleza según Viveiros de Castro).

Actualmente el concepto de desarrollo, reproduce la lógica de transformación totalizadora, en la cual una nueva división internacional económica traza las fronteras de los mundos entre desarrollados y subdesarrollados (actualmente denominados “en vías de desarrollo”). Esta división jerárquica sitúa la posición de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales de los países desarrollados como cúspide sociocultural hacia el cual la multitud heterogénea de países ‘sub’ debe llegar a alcanzar, y para ello estarán obligados a transitar y reproducir una enorme cantidad de políticas de ajuste emanadas por variados organismos internacionales, dominados todos por representantes del Norte Global (un ejemplo de ello es la tradicional repartición del Banco mundial para los EE.UU. y el Fondo Monetario Internacional para la UE).

La capacidad totalizadora de la empresa cultural del desarrollo se orienta fundamentalmente por una lógica economicista de concebir el territorio, los grupos humanos y sus recursos. Para ello existen multitud de políticas que se orientan por las ideas del progreso infinito, el crecimiento exponencial y la maximización de los recursos, esta cosmovisión del desborde, que anima la lógica esquizofrénica del capital como aquello que nunca se llena, ni se equilibra, entra en abierto conflicto con las cosmovisiones indígenas  y con la moderna ciencia del clima y los equilibrios ecosistémicos de la actualidad. Ejemplar para ilustrar la inviabilidad absoluta de este modo de vida es el hecho insoslayable de que si todo el planeta lo reprodujera, un solo planeta, simplemente, no bastaría. 


En el presente existen dos grandes líneas, como respuesta a los problemas que plantea el posicionamiento hegemónico del desarrollo, por un lado concurren una serie de propuestas tendientes a moderar la visión ilimitada del desarrollo de hace 3 ó 4 décadas, por una en la cual se asume cierta responsabilidad frente a la sociedad y el ambiente (ahí están el desarrollo sostenible, el capitalismo verde, la humanización del capitalismo, etc.); por otro lado se encuentra un abierto rechazo a la reproducción de este sistema cultural-económico que sitúan la cuestión del ambiente, la reproducción de la vida, el respeto con soberanía efectiva del mundo indígena o el decrecimiento como salidas impostergables para un mundo que climáticamente se encuentra en un atolladero.

El desarrollo alternativo es el núcleo de políticas que una antropología para el desarrollo moviliza a través de algunas ONGs, políticas de gobierno y cierto sector privado preocupado por el ambiente; por otro lado una búsqueda de alternativas al desarrollo son las líneas de acción practica que moviliza una antropología del desarrollo en la cual la crítica al funcionamiento del sistema, la deconstrucción de sus partes constituyentes, una defensa del lugar como resistencia a la globalización económica y un abierto rechazo a políticas que intentan monetarizar el mercado del clima para pagar por contaminar, parece ser la otra cara de una controversia en la cual una enorme cantidad de recursos y agentes se encuentran involucrados.


La sustentabilidad como proceso del modo de producción  sin perjuicio sobre el ciclo de regeneración del ambiente se muestra como el horizonte sobre el cual una serie de políticas de la naturaleza y una pesada diplomacia climática (la última fue la COP-20 de Lima) parecen estar negociando el difícil momento del capitalismo y su brazo ideológico de los últimos 60 años: el desarrollo.


*día y año en que el presidente Harry Truman declara en su discurso de investidura la localización de áreas "subdesarroladas". (Sachs, 1996).


Literatura recomendada:



Antropología del Desarrollo. Teorías y estudios etnográficos en América Latina. Varios Autores.

La agonía de un mito. ¿Cómo reformular el desarrollo? Especial de revista América Latina en Movimiento..

29 de noviembre de 2014

La gran contradicción: Capitalismo y Naturaleza.



Uno de los grandes temas de la actualidad que movilizan a todo el campo de la Ecología Política es la relación contradictoria entre el Capital y la Naturaleza, cuya principal disrrupción descansa en la incapacidad del primero por ajustar su proceso de desarrollo y sus ciclos de producción y acumulación, con los ciclos de regeneración de la segunda.

Esta realidad lleva años siendo monitoreada por organismos científicos de orden internacional (como el Panel Intergubernamental de Cambio Climático y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente) en asociación directa con instancias de discusión multilateral, como los foros COP (Conferencia de las Partes) en donde se discuten y preparan las acciones y regulaciones que definirán las políticas globales para combatir los efectos del cambio climático, materializados en un protocolo de acuerdo en la cumbre mundial sobre el clima (la próxima en París 2015).

El fracaso de Kyoto y la incapacidad de coordinar una acción que involucre a los dos países que más contribuyen a la emisión de contaminantes (EE.UU. y China) han imprimido cierta impotencia en los grupos ambientalistas y en los científicos que, de manera transversal, concuerdan en que la acción del ser humano (antropoceno) y el modelo de industrialización que subyace a esta fase del capitalismo global, son los principales responsables de la degradación material de los organismos vivientes, la ruptura definitiva en los ciclos de reproducción de ciertas especies (extinción) y la emergencia acelerada de inestabilidades climáticas que afectan de manera destructiva los diferentes ecosistemas, produciendo un alto impacto en la biodiversidad de estos.

El capitalismo verde ha intentado proyectar la imagen, publicitariamente efectiva, de que un tipo de desarrollo sostenible puede llegar a conciliar capital y naturaleza, lamentablemente la evidencia científica muestra que la interferencia del capital y su proceso de producción, no han sido capaces de entrar en una zona de impacto reducido, por el contrario, los efectos como el crecimiento de la temperatura global y la transformación de la variabilidad climática (ciclo natural del clima) han derivado en una inestabilidad e imprevisibilidad, que desde hace unos años, han comenzado a incrementar las catástrofes asociadas a ella.


Sistema de transporte mundial

Los diagnósticos generales muestran que procesos de producción alternativos y las resistencias de comunidades indígenas, grupos ecológicos, ambientalistas y científicos sólo podrán tener un lugar en la medida que sean capaces de construir autonomía política, que resista a los lineamientos desde arriba que aplica una política de Estado que no piensa ni las variabilidades del territorio, ni las diferencias culturales que lo habitan, junto a alternativas al desarrollo que no repliquen la acción de grandes corporaciones y multinacionales, que se apropian de inmensas áreas del territorio para la producción intensiva. 

Los efectos paralelos e insospechados que puedan traer -ahora hablando directamente desde la antropología- la aplicación efectiva del convenio 169 de la OIT (1989) y la declaración de las naciones unidas para los derechos de los pueblos indígenas (2007), ayudan a dirigir tanto la acción política de los movimientos autonomistas, como la producción de nuevos conocimientos que rescaten concepciones alternativas de concebir naturaleza y producción desde los modelos locales. En la medida que la acción de los movimientos de un paso más allá de la mera resistencia y sea capaz de producir conocimiento aplicado y prácticas productivas viables que vuelvan posible un ciclo de producción acoplado a los límites de la regeneración de los ecosistemas, será posible advertir un giro que actúe como modelo que supere la hegemonía total que muestra el actual sistema de desarrollo basado en los pilares del crecimiento exponencial, la ideología del progreso infinito y la acumulación incesante, todas nociones incompatibles con discursos centrados en la sustentabilidad de los ambientes.


                                                            Mapeo de la influencia humana sobre la tierra (Antropización).
                               



Literatura recomendada:

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía. Varios Autores

Los tormentos de la materia. Aportes para una ecología política latinoamericana. Varios Autores.

El final del salvaje. Naturaleza, cultura y política en la antropología contemporánea. Arturo Escobar.

Racionalidad ambiental. La reapropiación social de la naturaleza. Enrique Leff

Transformaciones de la tierra. Donald Worster


¿Dónde seguir la COP 20 - Lima?

Sitio Web: http://www.cop20.pe
Tuiter: @LimaCOP20


Fuente de video e imagen: www.globaia.org

15 de septiembre de 2014

La ideología del rendimiento y el aspiracionismo.



En realidad lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna.
Byung Chul-Han

La cuestión del sufrimiento psicológico, según Gramsci, es el resultado de un proceso de incorporación de los conflictos actuantes en las relaciones de fuerza que regulan la experiencia social.
Giovanni Pizza


Hace un buen tiempo que rastreo la internet o divago por algunas bibliotecas virtuales tratando de encontrar autores que me permitieran tender un puente sobre lo que considero una urgencia para pensar la enfermedad mental o esos trastornos que sin tener carta de reconocimiento en la psicología/psiquiatría moderna bajo la condición de enfermedades críticas, siguen proliferando silenciosamente.

Ese puente entre la salud/enfermedad y lo cultural para la antropología médica, sólo ha consistido en trabajos rudimentarios y repetitivos sobre la vinculación de los sistemas etnomédicos con la medicina convencional, algunos han ido más allá y han estudiado la enfermedad como interiorización individual de alguna disfunción social. De todas maneras leyendo a Bruno Latour y su llamado a trasladar los enfoques antropológicos de objetivación hacia nuestras modernas sociedades está la necesidad de vincular la mente-enfermedad con procesos económicos de configuración de mundos.

Un joven metalúrgico-filósofo coreano ha escrito recientemente el libro "la sociedad del cansancio", en él se detiene sobre la compulsión económica del capitalismo moderno por elevar a virtud absoluta y total el discurso del "rendimiento" como regulador de la energía psicosomática del trabajador en su ambiente laboral. Esta lógica supone que el deseo del individuo de surgir y prosperar (aspiracionismo) sea la condición fundamental a través de la cual la ideología del rendimiento puede tener lugar. 

Si nos retrotraemos a las críticas contra el marxismo y su noción del sujeto como un ser alienado o la -más conocida- conceptualización de la falsa conciencia, en la cual el individuo no encuentra un acceso transparente a la realidad y opera mecánicamente como zombie orientado por la dominación subjetiva del capital, encontramos la fuente de muchas críticas al absolutismo de Althusser y a su concepción de los aparatos ideológicos del estado, como instituciones incontrarrestables para la formación de los sujetos. 

Ya categorías internas al marxismo, como la noción de hegemonía en Antonio Gramsci, permiten reinterpretar y hasta subvertir el valor de la cultura o la ideología como operador secundario de lo social, que antes de él no era más que un accesorio, un efecto que respondía a la estructura económica como determinante último de la organización de la sociedad. 

El valor relativo que se les da a los aportes de estos dos teóricos marxistas, nos abren a la posibilidad de pensar la Cultura y su relación con la Ideología en la configuración de un orden del mundo que actualmente actúa sin mayor contrapeso. 

Si la cultura del rendimiento económico opera como regulador psicosomático del individuo y si dicha ideología se encuentra enlazado al deseo de éste en función de las posibilidades futuras que instaura en su imaginación todo el discurso paralelo de la "recompensa", podemos entrar a preguntarnos sobre las consecuencias biológicas o mentales que supone operar en un contexto de rigidez y compulsión como ese. ¿No son acaso la explosión de enfermedades como la depresión crónica, ansiedad generalizada o trastornos obsesivo compulsivos consecuencia de dicha ideología*? ¿No son acaso la sutura entre ideología y aspiración descriptores en donde la presión no es tanto exterior al individuo, sino que continuamente retroalimentada? Así lo interno es una interiorización de la exterioridad y lo externo una exteoriorización de la subjetividad. Acoplamientos que deshacen nociones como la falsa conciencia o la dominación absoluta de los individuos por el reino de la ideología.

Otra equivocación más del marxismo nacía de suponer que la dicotomía burgués/proletario o capitalista/trabajador bastaba para deducir una regla lógica en la cual trabajadores unidos en su condición de explotados y bastante superiores en número, bastaría para revolucionar las estructuras de la sociedad. La falta de gradualidad, los "entre-medio" de dichos polos, dejó de lado a una cantidad importante de profesionales o técnicos que siendo trabajadores no ven a su vida como una explotación del capital y muchos de ellos viven una condición de vida que no están dispuestos a transar, ni menos a abandonar.

Esas gradualidades que hacen posible pensar la categoría difusa de la clase media, es también una estructura del imaginario para los más excluidos, que creen ver en ellos un lugar para depositar las expectativas de futuro. Al respecto hay toda una literatura oficial que utiliza los indicadores de movilidad -ascenso debido a ingresos- como elementos demostrativos de que el sistema funciona y entrega oportunidades a quienes se esmeran en sus objetivos. El gran problema de todos los indicadores económicos es que funcionan pero no relacionan, se basan en el principio de que lo económico y lo médico son campos separados por fronteras nítidas y son muy pocos los investigadores que se atreven a cruzarlos o relacionarlos, no tanto por una falta de interés como de presupuestos que lo financien.

La condición sociocultural del rendimiento es un imaginario del capitalismo que valora recursos como el esfuerzo, la ambición, la competitividad y la postergación del equilibrio personal en función de un futuro prometedor. Quizá la sutura de esos dos componentes (ideología y aspiración) que ensamblan significados con deseos, sociedad e individuo, nos permitan acceder en el futuro a esa zona difusa y crepuscular en la cual la antropología no ha sabido relacionar debidamente Mente y Economía, procesos mentales, con procesos económicos. De ahí quizá salga alguna posibilidad para pensar la enfermedad mental, como algo que no reside únicamente dentro de las fronteras del individuo y el fetiche de lo "cerebral", sino como un acoplamiento de éste con su entorno material y cultural. Una ecología de lo médico.



*Chile cuenta con uno de los índices más elevados a nivel mundial tanto en depresión, como ansiedad generalizada y en la tasa de suicidio juvenil OCDE, sólo somos superados por Corea del Sur. 

8 de mayo de 2014

Antología de Aníbal Quijano, editado por CLACSO.





Viene recién saliendo del horno, publicación de abril de la CLACSO, antología de Aníbal Quijano para descargar, son más de 800 páginas!

Cuestiones y Horizontes.
De la dependencia histórico-estructural
A la colonialidad/descolonialidad del poder.

Dejo acá el enlace de descarga ;)

11 de abril de 2014

Guía práctico-utópica del inminente colapso.



 "Los hombres lejanos, los que tienen perspectiva desde la
frontera hacia el centro, los que deben definirse ante el hombre ya hecho
y ante sus hermanos bárbaros, nuevos, los que esperan porque están
todavía fuera, esos hombres tienen la mente limpia para pensar la
realidad. Nada tienen que ocultar." 

Enrique Dussel






por David Graeber* (Antropólogo).


¿En qué consiste una revolución? Siempre habíamos entendido la revolución como la toma de poder por parte de fuerzas populares con el objetivo de transformar la propia naturaleza del sistema político, social y económico del país donde tuviera lugar, normalmente impulsadas por un sueño visionario de una sociedad justa. Hoy en día, vivimos en una época en la que, si un ejército rebelde entra arrasando una ciudad o un levantamiento masivo derroca a un dictador, es bastante improbable que esos ideales se vean realizados. Cuando ocurre una transformación social profunda como, por ejemplo, el auge del feminismo, es más probable que ésta se manifieste de manera totamente distinta. No es que haya escasez de sueños revolucionarios, pero los revolucionarios contemporáneos rara vez creen que el camino para alcanzarlos sea un equivalente moderno de la toma de la bastilla.


En momentos como éste, generalmente conviene volver a la historia que ya conocemos y preguntarnos: ¿Nuestro concepto de la revolución ha sido fiel a la realidad alguna vez? La persona que mejor ha sabido formular esta pregunta, para mí, es el gran historiador mundial Immanuel Wallerstein. Wallerstein argumenta que durante el último cuarto de milenio más o menos las revoluciones han consistido, por encima de todo, en transformaciones mundiales del sentido común político.

Wallerstein observa que en la época de la Revolución Francesa ya teniamos un mercado único mundial y un creciente sistema político único global, dominado por los enormes imperios coloniales. Como consecuencia, la toma de la bastilla en París pudo acabar teniendo repercusiones en Dinamarca, o incluso en Egipto, tan profundas como en Francia, y en algunos casos incluso más. Por este motivo habla de la “Revolución Mundial de 1789”, seguida de la “Revolución Mundial de 1848”, durante la cual estallaron revueltas casi simultáneamente en 50 países, desde Valaquia a Brasil. Los revolucionarios no tomaron el poder en ninguna de ellas pero, más adelante, las instituciones inspiradas por la Revolución Francesa –en especial los sistemas universales de educación primaria– fueron adoptadas en casi todo el mundo. De igual modo, la Revolución Rusa de 1917 fue una revolución mundial y en última instancia tan responsable del New Deal estadounidense y de los estados de bienestar europeos como del comunismo soviético. El último episodio de esta serie fue protagonizado por la revolución mundial de 1968, que de similar manera a la de 1848, irrumpió prácticamente a nivel mundial, desde China hasta México y, aunque no se hizo con el poder en ningún lugar, cambió mucho las cosas. Ésta era una revolución en contra de las burocracias estatales y a favor de la inseparabilidad de la liberación política y personal, cuyo legado más duradero probablemente fue el nacimiento del feminismo moderno.

Las revoluciones son, por tanto, fenómenos planetarios. Pero aún hay más. Lo que consiguen, en realidad, es transformar supuestos muy extendidos sobre el sentido fundamental de la política.Tras una revolución, ideas que antes hubieran sido consideradas descabelladamente radicales se convierten enseguida en un asunto de debate aceptable. Antes de la Revolución Francesa, conceptos tales como que el cambio es bueno, que la política del gobierno es la mejor manera de llevarlo a cabo o que los gobiernos derivan su autoridad de una entidad llamada “el pueblo” se veían como temática propia de chalados y demagogos o, en el mejor de los casos, de un puñado de intelectuales librepensadores que se pasaban el día debatiendo en cafés. Una generación más tarde, hasta el más rancio de los magistrados, sacerdotes, o directores de escuela se veía obligado a defender, de boquilla, estas ideas. No mucho más tarde, llegamos a la situación en la que nos encontramos hoy en día: hay que exponer cuáles son los términos para que uno pueda siquiera percatarse de que están ahí. Se han convertido en sentido común, en la mismísima base del diálogo político.

La mayoría de las revoluciones previas a la de 1968 sólo introdujeron refinamientos prácticos, tales como la ampliación del derecho al voto, la educación primaria universal y el Estado de Bienestar. Por contraste, la revolución mundial de1968, ya fuera en su vertiente china, una revuelta de estudiantes y otros grupos de jóvenes apoyando el llamamiento de Mao a una revolución cultural; o en Berkley y Nueva York, marcada por una alianza entre estudiantes, bohemios y rebeldes culturales; o incluso en París, donde se formó una coalición de estudiantes y trabajadores, fue una rebelión contra la burocracia, la conformidad y cualquier idea capaz de encorsetar la imaginación humana, un proyecto con ánimo de revolucionar no sólo la vida económica o política sino cada aspecto de la existencia humana. Por ello, en la mayoría de los casos, los rebeldes ni siquiera intentaron tomar el mando del aparato estatal dado que veían el aparato en sí como la raíz del problema.

Hoy en día está de moda evaluar los movimientos sociales de finales de los 60 como un fracaso bochornoso. Es un argumento convincente. No cabe duda de que, en la esfera política, la derecha ha sido la principal beneficiaria de la extendida transformación del sentido común político, donde se da prioridad a los ideales de libertad, imaginación y deseo del individuo, se desprecia absolutamente la burocracia y se sospecha de la gestión gubernamental. Ante todo, los movimientos de los años 60 permitieron el resurgimiento masivo de las doctrinas de libre mercado, que se habían visto prácticamente abandonadas desde el siglo XIX. No es casualidad que la generación de adolescentes que impulsó la revolución cultural china fuera la misma que, dos décadas más tarde, presidiera la introducción del capitalismo. Desde los años 80, “libertad” se ha convertido en sinónimo de “mercado” y “mercado” ha asumido un significado idéntico al de “capitalismo” incluso, curiosamente, en lugares como China, donde se habían desarrollado sistemas de mercado muy sofisticados durante miles años que, sin embargo, guardaban escasa relación con el capitalismo.

Las paradojas no tienen límite. Aunque esta nueva ideología de mercado libre se ha presentado, sobre todo, como un rechazo a la burocracia, en la práctica ha sido directamente responsable del primer sistema de administración que opera a escala global, con sus interminables estratos de órganos burocráticos públicos y privados: el FMI, el Banco Mundial, la OMC, organizaciones de comercio, instituciones financieras, corporaciones transnacionales y ONGs. Éste es precisamente el sistema que ha impuesto la ortodoxia del libre mercado y abierto las puertas a un pillaje financiero a nivel global, todo bajo la atenta tutela del aparato militar estadounidense. No es de extrañar que el primer intento de recrear un movimiento revolucionario mundial, el Movimiento de Justicia Global, que vivió su punto álgido entre 1993 y el 2003, fuera, en efecto, una rebelión contra la hegemonía de ese mismo sistema de burocracia global.


Detener el futuro 

No obstante, cuando los historiadores del futuro miren atrás, creo que llegarán a la conclusión de que el legado de las revoluciones de finales de los sesenta ha sido bastante más profundo de lo que imaginábamos y que el triunfo de los mercados capitalistas –con todo su despliegue mundial de administradores y sicarios–, que tan trascendental y definitivo parecía tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, ha sido mucho más superficial de lo que creíamos.

Por poner un ejemplo obvio, a menudo escuchamos que las protestas antibélicas de finales de los sesenta y principios de los setenta resultaron ser un fracaso debido a su incapacidad de acelerar apreciablemente la retirada estadounidense de Indochina. Pero a partir de entonces, los organismos que controlaban la política exterior estadounidense, aterrorizados ante la perspectiva de toparse con un rechazo popular parecido –o peor aún, un rechazo en el seno del propio aparato militar, que sufrió un verdadero desmoronamiento a principios de los setenta–, se negaron a enviar fuerzas de tierra estadounidenses a cualquier conflicto a gran escala durante casi treinta años. Se necesitó el 11-S, un ataque con miles de víctimas civiles en territorio estadounidense, para superar por completo el notorio “síndrome de Vietnam” y aun así, los impulsores de la guerra acometieron un esfuerzo casi obsesivo por asegurar que estas guerras fueran “a prueba de protestas”. Hubo una propaganda incesante, a la que se sumaron los medios de comunicación, mientras que grupos de expertos facilitaban previsiones exactas sobre el número de bajas militares (es decir, sobre cuántas muertes de soldados estadounidenses serían necesarias para precipitar la oposición de las masas) y las normas de combate fueron cuidadosamente diseñadas para no superar esta cifra.

El problema fue que esas normas de combate, cuyo fin era minimizar el número de muertos y heridos entre los efectivos estadounidenses, conllevaron inevitablemente que miles de mujeres, niños y ancianos acabaran siendo “daños colaterales”, lo cual provocó el odio intenso hacia las fuerzas ocupantes tanto en Iraq como en Afganistán y, por consiguiente, impidió que los Estados Unidos pudieran cumplir sus objetivos militares. Y lo sorprendente es que los planificadores de la guerra parecían ser plenamente conscientes de ello. Pero daba igual. Prevenir cualquier oposición eficaz en territorio nacional era, para ellos, mucho más importante que ganar la propia guerra. Es como si las fuerzas norteamericanas en Iraq hubieran resultado finalmente vencidas por el fantasma de Abbie Hoffman.

Es evidente que, si el movimiento antibélico de los años 60 sigue teniendo maniatados a los planificadores militares estadounidenses de 2012, difícilmente podríamos considerarlo un fracaso. Pero de ello surge una interrogante: ¿Qué pasa cuando crear esa sensación de fracaso, de la inutilidad absoluta de cualquier acción política en contra del sistema, se convierte en el objetivo principal de quienes ostentan el poder?

Se me ocurrió por primera vez participando en las protestas contra el FMI en Washington D.C. en el 2002. El 11 de Septiembre estaba todavía muy reciente y éramos relativamente pocos e ineficaces frente a una presencia policial abrumadora. No teníamos la sensación de ser capaces de sabotear los encuentros. La mayoría nos fuimos de allí algo deprimidos. Pero unos días más tarde, hablando con alguien que conocía a algunos de los participantes de la cumbre, me enteré de que habíamos conseguido obstruirla. Y es que la policía había impuesto unas medidas de seguridad tan restrictivas que tuvieron que anular la mitad de los actos, y la mayor parte de los que sí se celebraron se hicieron a través de Internet. Es decir, el gobierno decidió que mandar a unos manifestantes a casa con sensación de derrota era más importante que poder llevar a cabo una cumbre del FMI. Si lo pensamos, es evidente que otorgaron un extraordinario protagonismo a los manifestantes.

¿Cabe la posibilidad de que esta actitud preventiva ante los movimientos sociales, la planificación de guerras y cumbres comerciales en las que se concede más prioridad a desmantelar cualquier oposición eficaz que a ganar la guerra o celebrar la cumbre, sea sintomática de un principio más generalizado? ¿Será que los actuales dirigentes del sistema, muchos de los cuales eran jóvenes impresionables cuando presenciaron la agitación de finales de los sesenta, estén obsesionados, consciente o inconscientemente (y sospecho que se trata de lo primero), con la posibilidad de que los movimientos sociales revolucionarios vuelvan a poner en entredicho el sentido común prevalente?

Eso explicaría muchas cosas. Los últimos 30 años se han dado a conocer en todo el planeta como la edad del neoliberalismo, una época caracterizada por la reintroducción de una creencia abandonada desde el siglo XIX, en la que los conceptos de mercado libre y libertad humana vienen a ser prácticamente intercambiables. El neoliberalismo siempre ha adolecido de una contradicción interna. Por un lado, declara que los imperativos económicos han de tener prioridad sobre cualquier otra consideración. La política sólo sirve para crear condiciones favorables al crecimiento económico, permitiendo que la mano invisible de los mercados haga su magia. Cualquier otro sueño o ideal de igualdad o de seguridad se verá sacrificado ante el objetivo primordial: la productividad económica. Sin embargo, el rendimiento económico mundial de los últimos treinta años ha sido, sin duda, mediocre. Con la excepción de unos pocos países, en especial China (que, significativamente, ha ignorado la mayoría de los dictámenes neoliberales), los índices de crecimiento han quedado muy por debajo de los niveles vistos en el capitalismo “clásico” de los años cincuenta, sesenta o incluso setenta, con su mayor gestión gubernamental y su Estado de Bienestar. Se puede decir, por tanto, que el proyecto neoliberal ya era un fracaso colosal según sus propios criterios incluso antes del colapso de 2008.

Pero si hacemos oídos sordos al discurso de los líderes mundiales y observamos el neoliberalismo como proyecto político, de repente, parece haber sido de lo más eficaz. Puede que los políticos, directivos, burócratas y demás personas que se reúnen con regularidad en las cumbres de Davos o el G20 hayan fracasado estrepitosamente en crear una economía capitalista mundial capaz de atender a las necesidades de la mayoría de los habitantes del mundo (y ya no hablemos de dar esperanza, felicidad, seguridad o sentido a su vida) pero han sido tremendamente habilidosos en convencer al mundo de que el capitalismo –sobre todo el capitalismo financiero semifeudal de hoy en día– es el único sistema económico viable. Visto desde este prisma, se trata de un logro impresionante.

¿Cómo lo han conseguido? Su actitud preventiva hacia los movimientos sociales ha jugado un papel evidente en todo ello; no se puede permitir bajo ninguna condición que las alternativas, ni aquéllos que las proponen, sean percibidas como exitosas. Tal actitud explicaría las cantidades casi inimaginables que se han invertido en “sistemas de seguridad” de algún tipo u otro. De hecho, Estados Unidos, desprovisto ahora de grandes rivales, tiene un mayor gasto militar y de inteligencia del que tuvo durante la Guerra Fría. A esto hay que añadir la escalofriante acumulación de agencias privadas de seguridad y de inteligencia, así como la militarización de la policía, guardias y mercenarios. Por último, no hay que olvidar el enaltecimiento de la polícia por parte de los órganos de propaganda, incluído un enorme conglomerado mediático que ni siquiera existía antes de los sesenta. En general, estos sistemas, más que dedicarse a atacar directamente a disidentes, contribuyen a crear una sensación omnipresente de miedo, conformismo patriotero, inseguridad vital y pura desesperanza, que reduce cualquier noción de cambiar el mundo a una aparente fantasía inútil. Pero estos sistemas de seguridad son también extremadamente caros. Algunos economistas estiman que un 25% de la población norteamericana se dedica hoy en día a “labores de vigilancia” tales como defender propiedad, supervisar trabajo u otros tipos de actividades con el fin de mantener a raya a sus compatriotas. La mayor parte de este aparato de seguridad es, en definitiva, un lastre económico.

De hecho, muchas de las innovaciones económicas de los últimos treinta años han tenido más sentido política que económicamente. La sustitución del empleo vitalicio garantizado por un modelo de contratación precaria no ha creado una fuerza laboral más eficiente, pero ha sido extraordinariamente eficaz en destruir sindicatos o despolitizar el movimiento obrero en general. Se puede decir lo mismo del aumento exponencial de la jornada laboral. A nadie que tenga que trabajar sesenta horas a la semana le queda tiempo para la actividad política.

A menudo parece que, puestos a elegir entre aceptar el capitalismo como el único sistema económico posible o convertir el capitalismo en un sistema económico más viable, el neoliberalismo siempre se decanta por la primera opción. El resultado final se manifiesta en una campaña implacable contra la imaginación humana. O para ser más preciso, la imaginación, el deseo, la creatividad individual y todo aquello que se pretendía liberar en la última gran revolución mundial sería confinado estrictamente a los parámetros del consumismo o, como mucho, a las realidades virtuales de Internet, quedando totalmente desterrado de cualquier otro ámbito. Estamos hablando del asesinato de los sueños, de la imposición de mecanismos de desesperación, diseñados para pisotear cualquier esperanza de un futuro alternativo. Pero como consecuencia de poner prácticamente todos sus esfuerzos en la misma cesta política, nos han llevado a la extraña situación de presenciar cómo el sistema capitalista se derrumba ante nuestros propios ojos, justo en el momento en el que se había concluido que no había alternativa posible.


Replantear, ralentizar

Normalmente, cuando se cuestiona la creencia generalizada de que el sistema económico y político actual es el único viable, la primera reacción suele ser exigir un minucioso anteproyecto arquitectónico sobre el funcionamiento del sistema alternativo con todo lujo de detalles sobre la naturaleza de sus instrumentos financieros, fuentes de energía y políticas de mantenimiento de alcantarillado. Después, probablemente pedirán un programa detallado que describa cómo llevar dicho sistema a la práctica. Desde una perspectiva histórica, esto es ridículo. ¿Cuándo se ha producido un cambio social siguiendo un diseño predeterminado? Es como si creyéramos que, en la Florencia renacentista, un pequeño círculo de visionarios concibió algo llamado “capitalismo” y planeó al detalle el funcionamiento del mercado bursátil y las fábricas para, a continuación, elaborar un programa con el que hacer de esta visión una realidad. De hecho, la idea es tan absurda que podríamos preguntarnos cómo hemos llegado a la conclusión imaginaria de que todo cambio empieza de esta manera.

Esto no quiere decir que las visiones utópicas, ni los anteproyectos, sean algo malo, sólo que deben mantenerse en su lugar. El teórico Michael Albert ha propuesto un plan detallado sobre cómo funcionaría una economía moderna sin dinero, partiendo de una base democrática y participativa. Me parece un logro importante, no porque crea que este modelo exacto vaya a instituirse tal y cómo lo describe, sino porque hace imposible decir que un proyecto así resulta inconcebible. En cualquier caso, estos modelos son tan sólo experimentos intelectuales. En realidad, no podemos concebir los problemas que surgirán al comenzar a construir una sociedad libre. Puede que los obstáculos que ahora nos parecen más insorteables se queden en nada, mientras que otros que jamás se nos hubieran ocurrido podrían suponer un problema endemoniado. La cantidad de factores imprevisibles es innumerable.

El más evidente es la tecnología. Éste es el motivo por el que es tan absurdo imaginarse a un grupo de activistas en la Italia del Renacimiento diseñando un modelo de mercado bursátil o un entramado industrial. Lo que acabó ocurriendo estuvo basado en una serie de tecnologías que jamás podrían haber anticipado pero que, en parte, sólo emergieron porque la sociedad comenzó a moverse en una dirección determinada. Quizás por ello, muchas de las visiones más convincentes de una sociedad anarquista han sido plasmadas por escritores de ciencia ficción, entre ellos, Ursula K. Le Guin, Starhawk, Kim Stanley Robinson. En un mundo ficticio por lo menos se admite que el aspecto tecnológico es pura especulación.

Personalmente, estoy menos interesado en determinar el tipo de sistema económico ideal para una sociedad libre que en crear los medios necesarios para que las personas puedan tomar esas decisiones por sí mismas. ¿Cómo se manifestaría exactamente una revolución del sentido común? No lo sé, pero se me ocurren varias ideas convencionales que, sin duda, necesitarían reevaluarse si realmente pretendemos crear algún tipo de sociedad libre viable. Una de ellas es la naturaleza del dinero y la deuda, que ya he analizado en detalle en un libro reciente. He llegado incluso a proponer un jubileo de la deuda, una cancelación general, en parte para ilustrar que el dinero no es nada más que un producto humano, una serie de promesas que, dada su naturaleza, siempre puede ser renegociada.

Igualmente, creo que el concepto de trabajo también tendría que ser reevaluado. Someterse a la disciplina laboral –la supervisión, el control, e incluso el autocontrol del trabajador autónomo con ambiciones– no nos hace mejor persona. De hecho, es probable que nos haga “peor persona” en los aspectos realmente importantes. Verse sometido a ello es una mala suerte que, en el mejor de los casos, resulta ocasionalmente necesaria. Pero sólo cuando rechacemos la idea de que el trabajo es una virtud en sí, podremos empezar a preguntarnos qué virtudes tiene. La respuesta es evidente: el trabajo es virtuoso cuando sirve para ayudar al prójimo. Replantearnos la definición de la productividad haría más fácil redefinir el concepto mismo del trabajo dado que, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico ya no estaría dirigido sólo a la creación de más productos de consumo o a una mano de obra cada vez más disciplinada, sino a eliminar tales formas de trabajo por completo.

Lo que nos quedaría serían trabajos que sólo pueden ser realizados por seres humanos, esas labores de asistencia y cuidado especialmente afectadas por la crisis y que originaron el movimiento Occupy Wall Street. ¿Qué ocurriría si dejáramos de comportarnos como si el modelo primordial del trabajo fuera laborar en una fábrica, un campo de trigo, una fundición de hierro o incluso en un cubículo en una oficina y, en su lugar, partiéramos del modelo de una madre, una profesora o una enfermera? Puede que nos obligue a concluir que el auténtico propósito de la vida humana no es contribuir a algo llamado “la economía” (un concepto que ni siquiera existía hace trescientos años), sino el hecho de que todos somos, y siempre hemos sido, proyectos de creación mutua.

De momento, la necesidad más urgente sería, probablemente, ralentizar la maquinaria productiva. Puede que suene extraño dado que nuestra reacción automática a una crisis es suponer que la solución radica en que todos trabajemos más, aunque por supuesto, éste es precisamente el tipo de reacción que provoca el problema. Pero considerando cómo está el mundo, la conclusión es obvia. Parece que nos enfrentamos a dos problemas insolubles. Por una parte, hemos sido testigos de una serie interminable de crisis de deuda global, cuya severidad ha ido en aumento desde los setenta y que ha llevado a que la cantidad acumulada de deuda, ya sea soberana, municipal, corporativa o personal, resulte evidentemente insostenible. Por otra, estamos sumidos en una crisis ecológica, un proceso implacable de cambio climático que amenaza al planeta con inundaciones, sequías, caos, hambruna y guerra. En principio, puede parecer que las dos partes no estén relacionadas pero, en el fondo, son lo mismo. ¿Qué es la deuda sino la promesa de una productividad futura? Cuando decimos que el nivel de deuda global va en aumento, estamos diciendo que, como colectivo, los seres humanos prometemos producir una cantidad aún mayor de bienes y servicios en el futuro de la que producimos hoy en día. Pero incluso los niveles actuales son claramente insostenibles. Eso es precisamente lo que está destruyendo el planeta a velocidad cada vez más mayor.

Hasta los mismos líderes mundiales empiezan a concluir de manera reacia que algún tipo de cancelación masiva de la deuda, algún tipo de jubileo, es inevitable. El auténtico conflicto político se desarrollará en torno a cómo se hará. ¿No es más lógico resolver ambos problemas a la vez? ¿Por qué no realizar una quita de la deuda mundial tan amplia como sea prácticamente posible, seguida de una reducción masiva del horario laboral a, por ejemplo, una jornada de cuatro horas o unas vacaciones garantizadas de cinco meses? Dado que la población no pasaría todas sus nuevas horas libres de brazos cruzados, una medida así no sólo salvaría al planeta sino que quizás empezaría a cambiar nuestras concepciones básicas sobre qué significa un trabajo que crea valor.

Occupy hizo bien en no realizar demandas concretas, pero si yo tuviera que formular una, sería ésa. A fin de cuentas, supondría un ataque a los preceptos más arraigados de la ideología dominante. La moralidad de la deuda y la moralidad del trabajo son las dos armas ideológicas más poderosas que manejan los dirigentes del sistema actual. Por eso se aferran a ellas incluso al tiempo que destruyen todo lo demás.También es el motivo por el que la cancelación de la deuda sería la demanda revolucionaria perfecta.

Puede que todo esto parezca muy distante. En estos momentos, da la impresión de que a nuestro planeta le aguarda una serie de catástrofes sin precedente y no el tipo de transformaciones morales y políticas que abrirían el camino hacia un mundo distinto. Pero la única posibilidad que nos queda para evitar tales catástrofes es cambiar nuestra manera acostumbrada de pensar. Si algo han evidenciado los eventos del 2011, es que la era de las revoluciones no ha acabado ni mucho menos. La imaginación humana se niega obstinadamente a morir. Y la historia nos demuestra que, cuando una cantidad significantiva de personas se libera simultáneamente de las ataduras impuestas sobre su imaginación colectiva, hasta nuestros supuestos más inculcados sobre qué es y qué no es políticamente posible pueden derrumbarse de la noche a la mañana.




*Traducido por Stacco Troncoso, editado por Arianne Sved - Guerrilla Translation!

Fuente:http://guerrillatranslation.com/2013/04/22/guia-practico-utopica-del-inminente-colapso/


Este artículo es un fragmento de The Democracy Project: A History, a Crisis, a Movement, de David Graeber. Traducido con permiso del autor.