22 de noviembre de 2010

Comprender el comprender*


"La sociedad siempre produce la represión del deseo en nombre de que la gente tiene necesidades y nosotros nos encargamos de satisfacerlas"

El mundo político se cierra poco a poco sobre sí mismo, sobre sus rivalidades internas, sus problemas y los juegos que le son propios. Igual que en los grandes tribunales, los hombres políticos capaces de comprender y expresar los anhelos y las reivindicaciones de sus electores, se vuelven cada vez más raros, y están lejos de ocupar un primer plano dentro de sus jerarquías. Los futuros dirigentes se definen mediante los debates de televisión o en los subterfugios del aparato. Los gobernantes son prisioneros de un entorno tranquilo de jóvenes tecnócratas que a menudo ignoran la vida cotidiana de los ciudadanos, sin que nadie señale su ignorancia. Los periodistas, metidos en las contradicciones que caen sobre ellos a través de las presiones o las censuras ejercidas por los poderes locales y extra locales, y por una competencia que nunca favorece la reflexión, proponen a menudo, en tomo a los problemas más candentes, descripciones y análisis apresurados y generalmente imprudentes. El efecto que esto produce, tanto en el universo intelectual como en el político, es tan pernicioso que, en algunas ocasiones se auto-valorizan e intentan controlar la circulación de los discursos competitivos, como el delas ciencias sociales: sólo quedan los intelectuales, a quienes se deplora por su silencio. Actualmente no se cesa de hablar de ello, y es frecuente que susciten comentarios “demasiado apresurados”. Se habla sobre la inmigración, sobre la política de arrendamiento, sobre las relaciones de trabajo, sobre la burocracia, sobre el mundo político, se dicen cosas que no se quieren entender y en un lenguaje que se entiende menos. En definitiva, se prefiere atender a toda eventualidad, y despreciar a quienes hablan de culpa y de defecto, sin interesarse por los efectos que puedan desencadenar las malas intenciones de las preguntas mal formuladas.

Por lo tanto, los signos de malestar siguen presentes; falta encontrar una expresión legítima dentro del mundo político, reconocido en ciertas ocasiones a través de los delirios de la xenofobia y del racismo. Malestares no expresados y de vez en cuando inexplicables, que las organizaciones políticas, sin disponer de más explicaciones que la anticuada categoría de lo “social”, no pueden ni percibir ni asumir.

Las organizaciones políticas sólo pueden hacerlo a condición de extender esa visión estrecha de lo “político”, heredada del pasado y vinculada tanto a las reivindicaciones surgidas y llevadas a las plazas públicas por los movimientos ecológicos, antirracistas o feministas (entre otros), como a todas las esperanzas difusas que la gente tiene de sus identidades y sus dignidades. Por ahora, parece que surgieran de un orden privado, evidentemente enmascarado durante los debates políticos.

Una política realmente democrática debe poseer los medios para escapar a la alternativa de la arrogancia tecnocrática, que pretende hacer felices a los hombres, a pesar de ellos mismos, y de la renuncia demagógica que acepta, sin objeciones de ningún tipo, la realización de las peticiones del pueblo, manifiestas en las encuestas de mercado y las cifras de popularidad. El progreso de la “tecnología social” es evidente, pues bien se sabe que, por ejemplo, una demanda aparentemente actual es fácil de actualizar. Ahora, si una ciencia de lo social pudiera ampliar los límites de la simple técnica de sondeo —al servicio de todos los fines posibles—, correría el riesgo de convertirse en un instrumento ciego, propio a la forma racionalizada de la demagogia, y sería incapaz de luchar contra la tendencia de los políticos de satisfacer las exigencias más superficiales para asegurar su éxito, como haciendo de la política un disfraz del marketing.

Con frecuencia se compara la política con la medicina: para hacerlo, basta con releer los textos hipocráticos, como recientemente hiciera Emmanuel Terray. Una política consecuente no puede contener las informaciones registradas en las declaraciones que muchas veces resultan de una formulación inconsciente de sus efectos: “Los registros ciegos a los síntomas, y las confidencias de las enfermedades son realizados por todo el mundo. Si esto bastara para una intervención eficaz, no habría necesidad de médicos”. El médico debe descubrir las enfermedades menos evidentes; es decir, aquellas que precisamente un simple practicante no sabe “ni ver ni oír”. Y como las demandas de los pacientes son vagas e inciertas, los signos que el propio cuerpo emite son oscuros y se manifiestan sutilmente. Es entonces a través del raciocinio (logismos) que deben revelarse las causas estructurales que los buenos propósitos y los signos aparentes ni se imaginan.

Así, anticipándose a las lecciones de la epistemología moderna, la medicina griega afirmaba, desde un comienzo, la necesidad de construir el objeto de la ciencia por medio de una ruptura con las “pre-nociones”; en otros términos, las representaciones que los gentes sociales se hacen de su estado. Así como la nueva medicina se enfrenta a la competencia desleal de los adivinos, magos, charlatanes o “fabricantes de hipótesis”, las ciencias sociales hoy se enfrentan a todos los que se consideran hábiles para interpretar los signos más visibles de los males sociales, todos estos semi-hábiles armados de su “buen sentido” y de su pretensión, se precipitan a los periódicos o frente a las cámaras y dicen lo que el mundo social necesita, sin medios eficaces para conocerlo y comprenderlo.


De acuerdo con la tradición hipocrática, la verdadera medicina busca conocer las enfermedades invisibles; es decir, esos hechos que la enfermedad calla, de los que no se tiene conciencia o que se ha olvidado mostrar. De igual modo, una ciencia social debe preocuparse por conocer y comprender las verdaderas causas de enfermedad que no se expresan cotidianamente, sino a través de los signos sociales más difíciles de interpretar, evidentes sólo en apariencia. Pienso en los factores que desencadenan la violencia gratuita en los Estados u otros lugares, en los crímenes racistas o en los triunfos electorales de los profetas de la desgracia, prestos a explotar y ampliar las expresiones más primitivas del sufrimiento moral que son engendradas, más por la miseria y la “violencia inerte” de las estructuras económicas y sociales, que por todas las pequeñas miserias y las violencias moderadas de la existencia cotidiana.

Para superar las apariencias, en las que caen aquellos a quienes Platón llamaba los doxosophes, “técnicos de la opinión que se creen sabios”, sabios aparentes de la apariencia, es evidentemente necesario remontarse hacia las verdaderas determinaciones económicas y sociales de los muchos esperanzados en la libertad personal, legítima aspiración a la felicidad y a la realización de sí mismos, que hoy ejercen no sólo las contradicciones impías del mercado laboral o de los arrendamientos, sino también los veredictos del mercado escolar, o las sanciones abiertas, o las agresiones de la vida profesional. Es necesario atravesar las pantallas de las proyecciones continuamente absurdas, algunas veces odiosas, tras las cuales la enfermedad o el sufrimiento se enmascara como una simple expresión.

Hacer conscientes los mecanismos que vuelven dolorosa la vida, al punto de ser invivible, no es para neutralizar o para ir al día con las contradicciones; no alcanza para dar las soluciones. Pero, por escéptico que parezca ante la eficacia social del mensaje sociológico, no se debe anular el efecto que podría generar, y entonces permitir a quienes sufren, la posibilidad de imputar el sufrimiento a las causas sociales y poder sentirse finalmente perdonados; hay que dar a conocer el origen social, colectivamente oculto, de la desgracia en todas sus versiones, comprendidas las más íntimas y las más secretas.

A pesar de las apariencias, no hay nada desesperante: lo que el mundo social ha hecho, armado de conciencia, el propio mundo social lo puede deshacer. En todo caso, es seguro que nada es más inocente que el “dejar hacer”: si en verdad la mayoría de los mecanismos económicos y sociales están en el origen de los sufrimientos más crueles, particularmente los mecanismos que reglamentan el mercado del trabajo, no es fácil oponerse y modificarlos; sólo se salva la política que no saca pleno partido de las posibilidades, la cual, reducida a la acción, o ayudada a emerger por la ciencia, puede ser considerada culpable o no de asistir a alguien en peligro.

Así como la eficiencia de quienes tienen responsabilidades menos importantes y menos directas, como la de todas las filosofías hoy triunfantes que, frecuentemente, a favor de las tiranías pero en nombre de la ciencia y la razón, se han dirigido a invalidar la intervención de la razón científica en materia de política: la ciencia no tiene por qué ser una alternativa entre un racionalismo dogmático y la renuncia estética de un racionalismo nihilista; basta con cuestionar las verdades parciales y provisionales para conquistar la visión común y, en contra de la doxa intelectual, distribuir los medios racionales para aprovechar plenamente las márgenes de maniobra que quedan en la libertad, en suma, la acción política.


*Artículo tomado del libro La Misére du Monde, de Pierre Bourdieu. Editions du Seuil. 1993, pp. 941-944. Traducción: Jean-Louis Delhaye.

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