11 de abril de 2014

Guía práctico-utópica del inminente colapso.



 "Los hombres lejanos, los que tienen perspectiva desde la
frontera hacia el centro, los que deben definirse ante el hombre ya hecho
y ante sus hermanos bárbaros, nuevos, los que esperan porque están
todavía fuera, esos hombres tienen la mente limpia para pensar la
realidad. Nada tienen que ocultar." 

Enrique Dussel






por David Graeber* (Antropólogo).


¿En qué consiste una revolución? Siempre habíamos entendido la revolución como la toma de poder por parte de fuerzas populares con el objetivo de transformar la propia naturaleza del sistema político, social y económico del país donde tuviera lugar, normalmente impulsadas por un sueño visionario de una sociedad justa. Hoy en día, vivimos en una época en la que, si un ejército rebelde entra arrasando una ciudad o un levantamiento masivo derroca a un dictador, es bastante improbable que esos ideales se vean realizados. Cuando ocurre una transformación social profunda como, por ejemplo, el auge del feminismo, es más probable que ésta se manifieste de manera totamente distinta. No es que haya escasez de sueños revolucionarios, pero los revolucionarios contemporáneos rara vez creen que el camino para alcanzarlos sea un equivalente moderno de la toma de la bastilla.


En momentos como éste, generalmente conviene volver a la historia que ya conocemos y preguntarnos: ¿Nuestro concepto de la revolución ha sido fiel a la realidad alguna vez? La persona que mejor ha sabido formular esta pregunta, para mí, es el gran historiador mundial Immanuel Wallerstein. Wallerstein argumenta que durante el último cuarto de milenio más o menos las revoluciones han consistido, por encima de todo, en transformaciones mundiales del sentido común político.

Wallerstein observa que en la época de la Revolución Francesa ya teniamos un mercado único mundial y un creciente sistema político único global, dominado por los enormes imperios coloniales. Como consecuencia, la toma de la bastilla en París pudo acabar teniendo repercusiones en Dinamarca, o incluso en Egipto, tan profundas como en Francia, y en algunos casos incluso más. Por este motivo habla de la “Revolución Mundial de 1789”, seguida de la “Revolución Mundial de 1848”, durante la cual estallaron revueltas casi simultáneamente en 50 países, desde Valaquia a Brasil. Los revolucionarios no tomaron el poder en ninguna de ellas pero, más adelante, las instituciones inspiradas por la Revolución Francesa –en especial los sistemas universales de educación primaria– fueron adoptadas en casi todo el mundo. De igual modo, la Revolución Rusa de 1917 fue una revolución mundial y en última instancia tan responsable del New Deal estadounidense y de los estados de bienestar europeos como del comunismo soviético. El último episodio de esta serie fue protagonizado por la revolución mundial de 1968, que de similar manera a la de 1848, irrumpió prácticamente a nivel mundial, desde China hasta México y, aunque no se hizo con el poder en ningún lugar, cambió mucho las cosas. Ésta era una revolución en contra de las burocracias estatales y a favor de la inseparabilidad de la liberación política y personal, cuyo legado más duradero probablemente fue el nacimiento del feminismo moderno.

Las revoluciones son, por tanto, fenómenos planetarios. Pero aún hay más. Lo que consiguen, en realidad, es transformar supuestos muy extendidos sobre el sentido fundamental de la política.Tras una revolución, ideas que antes hubieran sido consideradas descabelladamente radicales se convierten enseguida en un asunto de debate aceptable. Antes de la Revolución Francesa, conceptos tales como que el cambio es bueno, que la política del gobierno es la mejor manera de llevarlo a cabo o que los gobiernos derivan su autoridad de una entidad llamada “el pueblo” se veían como temática propia de chalados y demagogos o, en el mejor de los casos, de un puñado de intelectuales librepensadores que se pasaban el día debatiendo en cafés. Una generación más tarde, hasta el más rancio de los magistrados, sacerdotes, o directores de escuela se veía obligado a defender, de boquilla, estas ideas. No mucho más tarde, llegamos a la situación en la que nos encontramos hoy en día: hay que exponer cuáles son los términos para que uno pueda siquiera percatarse de que están ahí. Se han convertido en sentido común, en la mismísima base del diálogo político.

La mayoría de las revoluciones previas a la de 1968 sólo introdujeron refinamientos prácticos, tales como la ampliación del derecho al voto, la educación primaria universal y el Estado de Bienestar. Por contraste, la revolución mundial de1968, ya fuera en su vertiente china, una revuelta de estudiantes y otros grupos de jóvenes apoyando el llamamiento de Mao a una revolución cultural; o en Berkley y Nueva York, marcada por una alianza entre estudiantes, bohemios y rebeldes culturales; o incluso en París, donde se formó una coalición de estudiantes y trabajadores, fue una rebelión contra la burocracia, la conformidad y cualquier idea capaz de encorsetar la imaginación humana, un proyecto con ánimo de revolucionar no sólo la vida económica o política sino cada aspecto de la existencia humana. Por ello, en la mayoría de los casos, los rebeldes ni siquiera intentaron tomar el mando del aparato estatal dado que veían el aparato en sí como la raíz del problema.

Hoy en día está de moda evaluar los movimientos sociales de finales de los 60 como un fracaso bochornoso. Es un argumento convincente. No cabe duda de que, en la esfera política, la derecha ha sido la principal beneficiaria de la extendida transformación del sentido común político, donde se da prioridad a los ideales de libertad, imaginación y deseo del individuo, se desprecia absolutamente la burocracia y se sospecha de la gestión gubernamental. Ante todo, los movimientos de los años 60 permitieron el resurgimiento masivo de las doctrinas de libre mercado, que se habían visto prácticamente abandonadas desde el siglo XIX. No es casualidad que la generación de adolescentes que impulsó la revolución cultural china fuera la misma que, dos décadas más tarde, presidiera la introducción del capitalismo. Desde los años 80, “libertad” se ha convertido en sinónimo de “mercado” y “mercado” ha asumido un significado idéntico al de “capitalismo” incluso, curiosamente, en lugares como China, donde se habían desarrollado sistemas de mercado muy sofisticados durante miles años que, sin embargo, guardaban escasa relación con el capitalismo.

Las paradojas no tienen límite. Aunque esta nueva ideología de mercado libre se ha presentado, sobre todo, como un rechazo a la burocracia, en la práctica ha sido directamente responsable del primer sistema de administración que opera a escala global, con sus interminables estratos de órganos burocráticos públicos y privados: el FMI, el Banco Mundial, la OMC, organizaciones de comercio, instituciones financieras, corporaciones transnacionales y ONGs. Éste es precisamente el sistema que ha impuesto la ortodoxia del libre mercado y abierto las puertas a un pillaje financiero a nivel global, todo bajo la atenta tutela del aparato militar estadounidense. No es de extrañar que el primer intento de recrear un movimiento revolucionario mundial, el Movimiento de Justicia Global, que vivió su punto álgido entre 1993 y el 2003, fuera, en efecto, una rebelión contra la hegemonía de ese mismo sistema de burocracia global.


Detener el futuro 

No obstante, cuando los historiadores del futuro miren atrás, creo que llegarán a la conclusión de que el legado de las revoluciones de finales de los sesenta ha sido bastante más profundo de lo que imaginábamos y que el triunfo de los mercados capitalistas –con todo su despliegue mundial de administradores y sicarios–, que tan trascendental y definitivo parecía tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, ha sido mucho más superficial de lo que creíamos.

Por poner un ejemplo obvio, a menudo escuchamos que las protestas antibélicas de finales de los sesenta y principios de los setenta resultaron ser un fracaso debido a su incapacidad de acelerar apreciablemente la retirada estadounidense de Indochina. Pero a partir de entonces, los organismos que controlaban la política exterior estadounidense, aterrorizados ante la perspectiva de toparse con un rechazo popular parecido –o peor aún, un rechazo en el seno del propio aparato militar, que sufrió un verdadero desmoronamiento a principios de los setenta–, se negaron a enviar fuerzas de tierra estadounidenses a cualquier conflicto a gran escala durante casi treinta años. Se necesitó el 11-S, un ataque con miles de víctimas civiles en territorio estadounidense, para superar por completo el notorio “síndrome de Vietnam” y aun así, los impulsores de la guerra acometieron un esfuerzo casi obsesivo por asegurar que estas guerras fueran “a prueba de protestas”. Hubo una propaganda incesante, a la que se sumaron los medios de comunicación, mientras que grupos de expertos facilitaban previsiones exactas sobre el número de bajas militares (es decir, sobre cuántas muertes de soldados estadounidenses serían necesarias para precipitar la oposición de las masas) y las normas de combate fueron cuidadosamente diseñadas para no superar esta cifra.

El problema fue que esas normas de combate, cuyo fin era minimizar el número de muertos y heridos entre los efectivos estadounidenses, conllevaron inevitablemente que miles de mujeres, niños y ancianos acabaran siendo “daños colaterales”, lo cual provocó el odio intenso hacia las fuerzas ocupantes tanto en Iraq como en Afganistán y, por consiguiente, impidió que los Estados Unidos pudieran cumplir sus objetivos militares. Y lo sorprendente es que los planificadores de la guerra parecían ser plenamente conscientes de ello. Pero daba igual. Prevenir cualquier oposición eficaz en territorio nacional era, para ellos, mucho más importante que ganar la propia guerra. Es como si las fuerzas norteamericanas en Iraq hubieran resultado finalmente vencidas por el fantasma de Abbie Hoffman.

Es evidente que, si el movimiento antibélico de los años 60 sigue teniendo maniatados a los planificadores militares estadounidenses de 2012, difícilmente podríamos considerarlo un fracaso. Pero de ello surge una interrogante: ¿Qué pasa cuando crear esa sensación de fracaso, de la inutilidad absoluta de cualquier acción política en contra del sistema, se convierte en el objetivo principal de quienes ostentan el poder?

Se me ocurrió por primera vez participando en las protestas contra el FMI en Washington D.C. en el 2002. El 11 de Septiembre estaba todavía muy reciente y éramos relativamente pocos e ineficaces frente a una presencia policial abrumadora. No teníamos la sensación de ser capaces de sabotear los encuentros. La mayoría nos fuimos de allí algo deprimidos. Pero unos días más tarde, hablando con alguien que conocía a algunos de los participantes de la cumbre, me enteré de que habíamos conseguido obstruirla. Y es que la policía había impuesto unas medidas de seguridad tan restrictivas que tuvieron que anular la mitad de los actos, y la mayor parte de los que sí se celebraron se hicieron a través de Internet. Es decir, el gobierno decidió que mandar a unos manifestantes a casa con sensación de derrota era más importante que poder llevar a cabo una cumbre del FMI. Si lo pensamos, es evidente que otorgaron un extraordinario protagonismo a los manifestantes.

¿Cabe la posibilidad de que esta actitud preventiva ante los movimientos sociales, la planificación de guerras y cumbres comerciales en las que se concede más prioridad a desmantelar cualquier oposición eficaz que a ganar la guerra o celebrar la cumbre, sea sintomática de un principio más generalizado? ¿Será que los actuales dirigentes del sistema, muchos de los cuales eran jóvenes impresionables cuando presenciaron la agitación de finales de los sesenta, estén obsesionados, consciente o inconscientemente (y sospecho que se trata de lo primero), con la posibilidad de que los movimientos sociales revolucionarios vuelvan a poner en entredicho el sentido común prevalente?

Eso explicaría muchas cosas. Los últimos 30 años se han dado a conocer en todo el planeta como la edad del neoliberalismo, una época caracterizada por la reintroducción de una creencia abandonada desde el siglo XIX, en la que los conceptos de mercado libre y libertad humana vienen a ser prácticamente intercambiables. El neoliberalismo siempre ha adolecido de una contradicción interna. Por un lado, declara que los imperativos económicos han de tener prioridad sobre cualquier otra consideración. La política sólo sirve para crear condiciones favorables al crecimiento económico, permitiendo que la mano invisible de los mercados haga su magia. Cualquier otro sueño o ideal de igualdad o de seguridad se verá sacrificado ante el objetivo primordial: la productividad económica. Sin embargo, el rendimiento económico mundial de los últimos treinta años ha sido, sin duda, mediocre. Con la excepción de unos pocos países, en especial China (que, significativamente, ha ignorado la mayoría de los dictámenes neoliberales), los índices de crecimiento han quedado muy por debajo de los niveles vistos en el capitalismo “clásico” de los años cincuenta, sesenta o incluso setenta, con su mayor gestión gubernamental y su Estado de Bienestar. Se puede decir, por tanto, que el proyecto neoliberal ya era un fracaso colosal según sus propios criterios incluso antes del colapso de 2008.

Pero si hacemos oídos sordos al discurso de los líderes mundiales y observamos el neoliberalismo como proyecto político, de repente, parece haber sido de lo más eficaz. Puede que los políticos, directivos, burócratas y demás personas que se reúnen con regularidad en las cumbres de Davos o el G20 hayan fracasado estrepitosamente en crear una economía capitalista mundial capaz de atender a las necesidades de la mayoría de los habitantes del mundo (y ya no hablemos de dar esperanza, felicidad, seguridad o sentido a su vida) pero han sido tremendamente habilidosos en convencer al mundo de que el capitalismo –sobre todo el capitalismo financiero semifeudal de hoy en día– es el único sistema económico viable. Visto desde este prisma, se trata de un logro impresionante.

¿Cómo lo han conseguido? Su actitud preventiva hacia los movimientos sociales ha jugado un papel evidente en todo ello; no se puede permitir bajo ninguna condición que las alternativas, ni aquéllos que las proponen, sean percibidas como exitosas. Tal actitud explicaría las cantidades casi inimaginables que se han invertido en “sistemas de seguridad” de algún tipo u otro. De hecho, Estados Unidos, desprovisto ahora de grandes rivales, tiene un mayor gasto militar y de inteligencia del que tuvo durante la Guerra Fría. A esto hay que añadir la escalofriante acumulación de agencias privadas de seguridad y de inteligencia, así como la militarización de la policía, guardias y mercenarios. Por último, no hay que olvidar el enaltecimiento de la polícia por parte de los órganos de propaganda, incluído un enorme conglomerado mediático que ni siquiera existía antes de los sesenta. En general, estos sistemas, más que dedicarse a atacar directamente a disidentes, contribuyen a crear una sensación omnipresente de miedo, conformismo patriotero, inseguridad vital y pura desesperanza, que reduce cualquier noción de cambiar el mundo a una aparente fantasía inútil. Pero estos sistemas de seguridad son también extremadamente caros. Algunos economistas estiman que un 25% de la población norteamericana se dedica hoy en día a “labores de vigilancia” tales como defender propiedad, supervisar trabajo u otros tipos de actividades con el fin de mantener a raya a sus compatriotas. La mayor parte de este aparato de seguridad es, en definitiva, un lastre económico.

De hecho, muchas de las innovaciones económicas de los últimos treinta años han tenido más sentido política que económicamente. La sustitución del empleo vitalicio garantizado por un modelo de contratación precaria no ha creado una fuerza laboral más eficiente, pero ha sido extraordinariamente eficaz en destruir sindicatos o despolitizar el movimiento obrero en general. Se puede decir lo mismo del aumento exponencial de la jornada laboral. A nadie que tenga que trabajar sesenta horas a la semana le queda tiempo para la actividad política.

A menudo parece que, puestos a elegir entre aceptar el capitalismo como el único sistema económico posible o convertir el capitalismo en un sistema económico más viable, el neoliberalismo siempre se decanta por la primera opción. El resultado final se manifiesta en una campaña implacable contra la imaginación humana. O para ser más preciso, la imaginación, el deseo, la creatividad individual y todo aquello que se pretendía liberar en la última gran revolución mundial sería confinado estrictamente a los parámetros del consumismo o, como mucho, a las realidades virtuales de Internet, quedando totalmente desterrado de cualquier otro ámbito. Estamos hablando del asesinato de los sueños, de la imposición de mecanismos de desesperación, diseñados para pisotear cualquier esperanza de un futuro alternativo. Pero como consecuencia de poner prácticamente todos sus esfuerzos en la misma cesta política, nos han llevado a la extraña situación de presenciar cómo el sistema capitalista se derrumba ante nuestros propios ojos, justo en el momento en el que se había concluido que no había alternativa posible.


Replantear, ralentizar

Normalmente, cuando se cuestiona la creencia generalizada de que el sistema económico y político actual es el único viable, la primera reacción suele ser exigir un minucioso anteproyecto arquitectónico sobre el funcionamiento del sistema alternativo con todo lujo de detalles sobre la naturaleza de sus instrumentos financieros, fuentes de energía y políticas de mantenimiento de alcantarillado. Después, probablemente pedirán un programa detallado que describa cómo llevar dicho sistema a la práctica. Desde una perspectiva histórica, esto es ridículo. ¿Cuándo se ha producido un cambio social siguiendo un diseño predeterminado? Es como si creyéramos que, en la Florencia renacentista, un pequeño círculo de visionarios concibió algo llamado “capitalismo” y planeó al detalle el funcionamiento del mercado bursátil y las fábricas para, a continuación, elaborar un programa con el que hacer de esta visión una realidad. De hecho, la idea es tan absurda que podríamos preguntarnos cómo hemos llegado a la conclusión imaginaria de que todo cambio empieza de esta manera.

Esto no quiere decir que las visiones utópicas, ni los anteproyectos, sean algo malo, sólo que deben mantenerse en su lugar. El teórico Michael Albert ha propuesto un plan detallado sobre cómo funcionaría una economía moderna sin dinero, partiendo de una base democrática y participativa. Me parece un logro importante, no porque crea que este modelo exacto vaya a instituirse tal y cómo lo describe, sino porque hace imposible decir que un proyecto así resulta inconcebible. En cualquier caso, estos modelos son tan sólo experimentos intelectuales. En realidad, no podemos concebir los problemas que surgirán al comenzar a construir una sociedad libre. Puede que los obstáculos que ahora nos parecen más insorteables se queden en nada, mientras que otros que jamás se nos hubieran ocurrido podrían suponer un problema endemoniado. La cantidad de factores imprevisibles es innumerable.

El más evidente es la tecnología. Éste es el motivo por el que es tan absurdo imaginarse a un grupo de activistas en la Italia del Renacimiento diseñando un modelo de mercado bursátil o un entramado industrial. Lo que acabó ocurriendo estuvo basado en una serie de tecnologías que jamás podrían haber anticipado pero que, en parte, sólo emergieron porque la sociedad comenzó a moverse en una dirección determinada. Quizás por ello, muchas de las visiones más convincentes de una sociedad anarquista han sido plasmadas por escritores de ciencia ficción, entre ellos, Ursula K. Le Guin, Starhawk, Kim Stanley Robinson. En un mundo ficticio por lo menos se admite que el aspecto tecnológico es pura especulación.

Personalmente, estoy menos interesado en determinar el tipo de sistema económico ideal para una sociedad libre que en crear los medios necesarios para que las personas puedan tomar esas decisiones por sí mismas. ¿Cómo se manifestaría exactamente una revolución del sentido común? No lo sé, pero se me ocurren varias ideas convencionales que, sin duda, necesitarían reevaluarse si realmente pretendemos crear algún tipo de sociedad libre viable. Una de ellas es la naturaleza del dinero y la deuda, que ya he analizado en detalle en un libro reciente. He llegado incluso a proponer un jubileo de la deuda, una cancelación general, en parte para ilustrar que el dinero no es nada más que un producto humano, una serie de promesas que, dada su naturaleza, siempre puede ser renegociada.

Igualmente, creo que el concepto de trabajo también tendría que ser reevaluado. Someterse a la disciplina laboral –la supervisión, el control, e incluso el autocontrol del trabajador autónomo con ambiciones– no nos hace mejor persona. De hecho, es probable que nos haga “peor persona” en los aspectos realmente importantes. Verse sometido a ello es una mala suerte que, en el mejor de los casos, resulta ocasionalmente necesaria. Pero sólo cuando rechacemos la idea de que el trabajo es una virtud en sí, podremos empezar a preguntarnos qué virtudes tiene. La respuesta es evidente: el trabajo es virtuoso cuando sirve para ayudar al prójimo. Replantearnos la definición de la productividad haría más fácil redefinir el concepto mismo del trabajo dado que, entre otras cosas, el desarrollo tecnológico ya no estaría dirigido sólo a la creación de más productos de consumo o a una mano de obra cada vez más disciplinada, sino a eliminar tales formas de trabajo por completo.

Lo que nos quedaría serían trabajos que sólo pueden ser realizados por seres humanos, esas labores de asistencia y cuidado especialmente afectadas por la crisis y que originaron el movimiento Occupy Wall Street. ¿Qué ocurriría si dejáramos de comportarnos como si el modelo primordial del trabajo fuera laborar en una fábrica, un campo de trigo, una fundición de hierro o incluso en un cubículo en una oficina y, en su lugar, partiéramos del modelo de una madre, una profesora o una enfermera? Puede que nos obligue a concluir que el auténtico propósito de la vida humana no es contribuir a algo llamado “la economía” (un concepto que ni siquiera existía hace trescientos años), sino el hecho de que todos somos, y siempre hemos sido, proyectos de creación mutua.

De momento, la necesidad más urgente sería, probablemente, ralentizar la maquinaria productiva. Puede que suene extraño dado que nuestra reacción automática a una crisis es suponer que la solución radica en que todos trabajemos más, aunque por supuesto, éste es precisamente el tipo de reacción que provoca el problema. Pero considerando cómo está el mundo, la conclusión es obvia. Parece que nos enfrentamos a dos problemas insolubles. Por una parte, hemos sido testigos de una serie interminable de crisis de deuda global, cuya severidad ha ido en aumento desde los setenta y que ha llevado a que la cantidad acumulada de deuda, ya sea soberana, municipal, corporativa o personal, resulte evidentemente insostenible. Por otra, estamos sumidos en una crisis ecológica, un proceso implacable de cambio climático que amenaza al planeta con inundaciones, sequías, caos, hambruna y guerra. En principio, puede parecer que las dos partes no estén relacionadas pero, en el fondo, son lo mismo. ¿Qué es la deuda sino la promesa de una productividad futura? Cuando decimos que el nivel de deuda global va en aumento, estamos diciendo que, como colectivo, los seres humanos prometemos producir una cantidad aún mayor de bienes y servicios en el futuro de la que producimos hoy en día. Pero incluso los niveles actuales son claramente insostenibles. Eso es precisamente lo que está destruyendo el planeta a velocidad cada vez más mayor.

Hasta los mismos líderes mundiales empiezan a concluir de manera reacia que algún tipo de cancelación masiva de la deuda, algún tipo de jubileo, es inevitable. El auténtico conflicto político se desarrollará en torno a cómo se hará. ¿No es más lógico resolver ambos problemas a la vez? ¿Por qué no realizar una quita de la deuda mundial tan amplia como sea prácticamente posible, seguida de una reducción masiva del horario laboral a, por ejemplo, una jornada de cuatro horas o unas vacaciones garantizadas de cinco meses? Dado que la población no pasaría todas sus nuevas horas libres de brazos cruzados, una medida así no sólo salvaría al planeta sino que quizás empezaría a cambiar nuestras concepciones básicas sobre qué significa un trabajo que crea valor.

Occupy hizo bien en no realizar demandas concretas, pero si yo tuviera que formular una, sería ésa. A fin de cuentas, supondría un ataque a los preceptos más arraigados de la ideología dominante. La moralidad de la deuda y la moralidad del trabajo son las dos armas ideológicas más poderosas que manejan los dirigentes del sistema actual. Por eso se aferran a ellas incluso al tiempo que destruyen todo lo demás.También es el motivo por el que la cancelación de la deuda sería la demanda revolucionaria perfecta.

Puede que todo esto parezca muy distante. En estos momentos, da la impresión de que a nuestro planeta le aguarda una serie de catástrofes sin precedente y no el tipo de transformaciones morales y políticas que abrirían el camino hacia un mundo distinto. Pero la única posibilidad que nos queda para evitar tales catástrofes es cambiar nuestra manera acostumbrada de pensar. Si algo han evidenciado los eventos del 2011, es que la era de las revoluciones no ha acabado ni mucho menos. La imaginación humana se niega obstinadamente a morir. Y la historia nos demuestra que, cuando una cantidad significantiva de personas se libera simultáneamente de las ataduras impuestas sobre su imaginación colectiva, hasta nuestros supuestos más inculcados sobre qué es y qué no es políticamente posible pueden derrumbarse de la noche a la mañana.




*Traducido por Stacco Troncoso, editado por Arianne Sved - Guerrilla Translation!

Fuente:http://guerrillatranslation.com/2013/04/22/guia-practico-utopica-del-inminente-colapso/


Este artículo es un fragmento de The Democracy Project: A History, a Crisis, a Movement, de David Graeber. Traducido con permiso del autor.

9 de agosto de 2013

El Mapuchómetro y los dogmas del indigenismo.


Por Rodrigo Marilaf


Como pueblo colonizado, los mapuche repetimos por boca propia los designios ajenos del colonizador. Cierto, no nos damos cuenta. De eso se trata precisamente la colonización. Confundir nuestra identidad y asimilarnos. Que no sepamos lo que somos (al menos no realmente, más allá de la imagen que ellos crean de nosotros) y que mucho menos pensemos en lo que queremos ser.

Personalmente muchas veces me ha tocado asistir a talleres identitarios, la mayor parte de ellos pagados con fondos públicos de CONADI o el fenecido programa Orígenes. Especialistas no-mapuche a veces (generalmente antropólogos), y la mayor parte de las veces “especialistas mapuche” dibujan el círculo perfecto de la identidad: “ser mapuche es tener una cosmovisión distinta”, “ser mapuche es tener y practicar una espiritualidad mapuche”, “ser mapuche es vivir en la comunidad y vivir de la tierra”. Esta forma de definición de la identidad, totalmente restrictiva, impide ampliar e incorporar a otros mapuche a una lucha política de liberación que –para avanzar y crecer socialmente- debe ser cada vez más cívica, territorial y democrática, pluralista y abierta a la diversidad interna de un pueblo. Lo contrario más parecería un movimiento confesional de defensa de las “libertades religiosas”, más que la lucha política de un pueblo por su libertad en el más amplio sentido de la palabra.

He escuchado incluso a algunos sostener la peligrosa aberración de que ser mapuche es “tener sangre pura”. De allí a caer en discursos raciales y pseudo nazis del “buen salvaje” mezclado con ideas indianistas (de regreso al pasado) con ideas anarquistas y/o “revolucionarias” hay un solo paso. Este pastiche altamente toxico, muchas veces cargado de odiosidad hacia todos quienes no comparten esta visión, es parte de lo que hoy ingieren aquellos sectores que intentan reconstruir su identidad a la luz del actual movimiento mapuche. Este es el pastiche que han ingerido aquellos que hablan con el ceño fruncido y ven el mundo dibujado en blanco y negro.


Las idealizaciones y círculos perfectos de lo que somos (o mejor dicho, de lo que “deberíamos ser”) no ayudan de mucho al esfuerzo por descolonizarnos. Se trata, en lo fundamental, de una mirada que retrotrae todo lo mapuche a una esencia de un pasado más o menos idealizado y que muy poco tiene que ver con lo que realmente fuimos y mucho menos con aquello que queremos ser. Se habla, por ejemplo, de las “comunidades” como si estas hubiesen existido “ancestralmente” hace miles de años y no como lo que realmente son: entelquias creadas hace poco más de cien años por el estado para el confinamiento de las familias sobrevivientes de la guerra de ocupación. Literalmente “reducciones indígenas” como fueron llamadas en los títulos de merced. Campos de refugiados se diría hoy en día.

Se trata, eso sí, de un discurso muy extendido, sobre todo en sectores juveniles desarraigados en las ciudades, sobre todo de la diáspora. Un discurso por medio del cual intentan aferrase a una identidad y cultura que vagamente conocen y que fácilmente idealizan. Es una especie de “enamoramiento del pueblo mapuche” que les presentan, y que como todo enamoramiento parte de una idealización que bien poco tiene que ver con la realidad.

Esta forma de entender el ser mapuche y la opción por defenderla tiene que ver con que se cree que defendiendo las prácticas religiosas mapuche se defiende la cultura. De allí también deriva la idea que la principal expresión cultural mapuche es el nguillatun, y otros aspectos ceremoniales visibles. De allí también deriva la idea de que la principal responsable de la perdida de la cultura (así definida, como expresiones visibles y estancadas en el tiempo, como una esencia), son las religiones, la política, y en general, todos los agentes definidos arbitrariamente como “externos a la cultura”. Este diagnostico superficial, a veces simplemente irrisorio cuando se hace rabiosamente través de modernos medios como el facebook y el internet, llega al punto de culpar a la iglesias evangélicas de la perdida de la lengua, dejando en la completa inocencia a las prácticas de alfabetización monolingüe en castellano (principal responsable de la perdida de la lengua propia en estos cien años de ocupación) y a las políticas de estado diseñadas en tal sentido o el rol evangelizador jugado por el catolicismo durante más de tres siglos en el Wallmapu.

Esta forma cerrada y retrograda de concebir nuestra identidad tiene su más remoto origen en la década del 70 en simposios y congresos internacionales donde muchos dirigentes de los así llamados “pueblos indígenas” escuchan y aprenden de especialistas no indígenas lo que supuestamente eran los indígenas.Así ocurrió en las Conferencias de Barbados I y II en el año 1975 y 1977 respectivamente. Por cierto todos ellos “objetos de estudio y estudiosos” siendo parte del masivo éxodo y revisión de todas las viejas tesis de la izquierda marxista y en búsqueda de nuevos actores y sujetos históricos. El harakiri de esa vieja izquierda intelectual derrotada. De ese proceso de revisión no sólo político, sino también académica, emerge “lo indígena” como un “nuevo sujeto político” y el “neo indigenismo” e “indianismo” como sustrato ideológico que se resume en dos tesis que por su simpleza configuran rápidamente un sistema de pensamiento tan elemental como débil:

“Todo lo propio es bueno y todo lo ajeno es malo”, (1º tesis). Para el caso nuestro “todo lo de la cultura mapuche es bueno y merece mantenerse y defenderse, mientras que lo “wingka” es contaminante”.

Extraído de lo anterior:

“todo lo de nuestro pasado era bueno y todo lo actual es malo, contaminante”. (2º Tesis). Esto es muy congruente con eso de que “todo tiempo pasado fue mejor”, pues el pasado se idealiza. De allí también deriva la compulsión por mirar enfermizamente el pasado e incluso plantear, explícita o implícitamente una vuelta atrás. De allí también la dificultad de estas ideologías para mirar hacia adelante en términos de un proyecto político hacia el futuro.

De estos dogmas se desprenden una serie de sencillas ideas muy extendidas en el actual movimiento mapuche. En primer lugar aquella que señala que las comunidades mapuche vivían y viven en una relación de armonía con la naturaleza y en un sistema social de relaciones horizontales. Se trata, por cierto, no sólo de un mito (el mito antropológico del “buen salvaje”), sino también de una visión de la cultura completamente estancada en el tiempo y a-histórica. Basta con conocer un poco de nuestra historia y aplicar un poco de sentido común para darnos cuentas que esta idea no tiene patas ni cabeza. Otra idea derivada de los dogmas indigenistas es aquella según la cual los mapuche seriamos un “pueblo originario”. Pero cabe preguntarnos, ¿originario respecto de qué?, ¿respecto del estado?. Una idea como está es simplemente aberrante porque define nuestra existencia y legitimidad como pueblo en relación al estado que nos oprime. Esta idea implica legitimar aquello de que los “mapuche somos los indígenas de chile”, “los verdaderos chilenos”. Lo decía Matías Catrileo, nosotros no somos los indígenas de chile, no somos parte de su folcklore. Somos un pueblo diferente y (yo agregaría) nuestra legitimidad no radica en que seamos más o menos originarios (concepto absolutamente cuestionable pues todos los pueblos son el resultado de procesos de migraciones, traslados, síntesis con pueblos pre existentes y cristalizaciones culturales). En verdad, nuestra legitimidad como pueblo radica en el simple hecho de que somos un PUEBLO. Así tal cual: con mayúsculas. El PUEBLO MAPUCHE. Punto. La legitimidad de nuestros planteamientos y nuestras reivindicaciones radica en que, en tanto pueblo como nos reconocemos y afirmamos, tenemos el derecho democrático a la autodeterminación, pues todos los pueblos del mundo (sin excepción) tienen este derecho consagrado en la declaración universal de derechos humanos. En verdad, no requerimos demostrar que “vivimos en armonía con la naturaleza”, ni tan siquiera demostrar que “somos originarios” o que “somos un pueblo diferente porque somos horizontales” como parecen creer aquello que piensan como colonizados desde los dogmas del indigenismo y el indianismo.

Ambos dogmas, como todo dogma, para quienes creen en ellos son totalmente incuestionables. Pero la realidad está compuesta por una diversidad de colores y matices. La porfiada realidad muestra que ni todos los mapuche son buenos ni todos los no-mapuche son malos. No todo lo de nuestra cultura y de nuestro pasado es bueno ni merece mantenerse y, por cierto, requerimos integrar elementos del conocimiento universal para avanzar como pueblo, pues no todo lo ajeno es malo. Así lo entiende la mayoría mapuche que envía a sus hijos a estudiar al sistema formal de educación y que sueñan con que sus hijos sean profesionales. Así lo entienden los jóvenes mapuche y dirigentes de nuestro pueblo que han luchado y siguen luchando por becas estudiantiles, por hogares para estudiantes mapuche, por mallas curriculares con pertinencia cultural o por universidades propias que nos permitan pensar en futuro del Wallmapu. Así lo entendieron hace siglos los antiguos longkos que educaban a sus descendientes no sólo en el riguroso conocimiento del mapuche kimün, sino también en conocimientos propios del wingka con el objetivo de alcanzar una síntesis superior. Sin embargo, hay sectores mapuche, cada vez más minoritarios, que creen ciegamente que todo lo propio es bueno y todo lo ajeno es contaminante. Para ellos el cuestionamiento a sus dogmas es motivo de excomulgación y bien valdría el castigo de la flagelación con una ramita de canelo sobre la espalda. La debilidad ideológica en este caso se expresa en intolerancia, rabia y molestia hacia cualquier forma de pensamiento libre, cuestionador. Su odiosidad instalada contra la intelectualidad de nuestro pueblo y sus representantes es un claro ejemplo de esta intolerancia. Frente a cualquier cuestionamiento, los partidarios de estas ideologías golpean la voz y fruncen el ceño pues en el fondo detestan confrontar sus ideas (porque las saben débiles) y prefieren esconderse bajo la falsa suposición de que “la práctica lo es todo” para -a continuación- descalificar a quién busca contribuir con sus ideas a un labrar el futuro de nuestro pueblo. Y así aparece el harto manoseado concepto de “yanacona” con el cual buscan descalificar y evitar el debate de ideas. Felizmente hoy son cada día son más los mapuche que se atreven no sólo a sumarse a la lucha de liberación, sino también a cuestionar los dogmas y los dirigentes que los sostienen.

Los nacionalistas mapuche debemos ser muy conscientes de que hoy estamos frente a un pulso ideológico entre aquellos sectores que defienden la construcción de nuestra nación con base a idealizaciones, prohibiciones y odiosidades y aquellos que queremos construir un futuro de autogobierno en libertad y con base a la realidad (tal cual es) y el amor profundo a nuestro pueblo (tal cual es). Un ejemplo de ésta tensión son los comentarios que despertó en las redes sociales la movilización de los mapuche estudiantes de la FEMAE para demandar la Universidad del País Mapuche. Los comentarios iban desde aquellos que mayoritariamente respaldamos dicha reivindicación pues vemos en ella una universidad pública abierta a todos los ciudadanos del Wallmapu, pero orientada a pensar el desarrollo del País Mapuche desde la construcción de una nueva síntesis entre el conocimiento universal y mapuche kimün, hasta aquellos pocos que condenaron la iniciativa como “una cuestión wingka”. Por cierto, también hay posturas que quedan a medio camino, como la de aquellos que se imaginan la Universidad Mapuche como orientada exclusivamente hacia los mapuche.


Siendo todas las opiniones respetables, los nacionalistas mapuche debemos tener claro que la reconstrucción de nuestro pueblo y su liberación no puede hacerse mirando sólo hacia el pasado o pretendiendo retrotraer la historia hacia un pasado más o menos idílico y bastante idealizado. La reconstrucción de nuestro pueblo tampoco puede hacerse sobre las bases de la intolerancia entre nosotros o dando la espalda a la diversidad interna que nos constituye como pueblo. Por el contrario, la reconstrucción de nuestro pueblo y su liberación se debe hacer mirando al futuro y proyectándonos como pueblo en él, luchando no sólo por la libertad de nuestro pueblo, sino también generando espacios de libertad en su interior, porque sólo así podremos construir mayorías sociales que nos conducirán democráticamente a la libertad. Debemos estar conscientes que el movimiento mapuche sólo puede avanzar si pone el énfasis en aquellas grandes ideas que unen y nos proyectan al futuro (las defensas de las libertades, nuestra libertad como pueblo a practicar nuestra lengua en todas partes, a recuperar nuestras tierras usurpadas y sobre todo a gobernar democráticamente nuestro territorio). Colocar por delante de nuestras legítimas diferencias, al Wallmapu, el país mapuche, es la mejor forma de que se nos respete y la mejor forma de avanzar hacia la unidad.

* Rodrigo Marilaf es integrante de la mesa directiva nacional del Partido Nacionalista Mapuche Wallmapuwen.

3 de agosto de 2013

Una nueva intimidad: relaciones entre cuerpo, cuidado, salud e identidad dentro del proceso de individualización.


"Por espiritualidad entiendo lo que se refiere precisamente al acceso del sujeto a un cierto modo de ser y las transformaciones que debe sufrir en sí mismo para acceder a ese modo de ser" 
Michel Foucault , la ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad.




Las ideas propuestas y desarrolladas por el sociólogo alemán Ulrich Beck, nos obligan a pensar el papel del individuo en la creación y construcción de su identidad. Particularmente relevante resulta poner la mirada sobre el cuidado del cuerpo y la salud como indicios de un desarrollo de la intimidad a la vez que el resultado de un proceso mayor de las sociedades contemporáneas, donde la individualidad es una obligación social para todo sujeto.

En primer lugar debemos describir algunos rasgos relevantes de la sociedad del riesgo y de una noción primordial dentro de ésta: la modernidad reflexiva.

Por sociedad del riesgo entendemos la forma actual que adopta el fenómeno de la última modernidad, la vastedad de formas y acontecimientos que la pueblan nos impiden detallarla por completo en los márgenes de éste blog, sin embargo podemos enunciar algunas características que la componen. Reduzco y preciso las -para mí- más importantes:

a) El desvanecimiento de las fronteras entre Naturaleza y Sociedad.

b) La desestabilización de los parámetros locales en función de diseños globales.

c) El aumento de la incertidumbre y la duda como variable incalculable en toda acción.

d) Erosión sistemática de Significados y Prácticas de la tradición y primera modernidad.

e) El vaciamiento de las verdades científicas como descriptores y explicadores permanentes de la realidad.

f) La emergencia de la política de la vida como proyecto individualmente gestionado.

Por modernidad reflexiva podemos sintetizar una serie de rasgos en una idea central, que ya hemos bosquejado:

La modernidad reflexiva es el proceso de agudización de las contradicciones que emanan del propio proceso de modernidad, lo que resulta en una fuerte autoconfrontación del sistema con sus productos y su devenir futuro. Es propio del proceso de autoconfrontación y reflexión la búsqueda de elementos que moderen y atenúen los resultados desestabilizadores y autodestructivos que contienen en sí el proceso de la modernidad.

La primera modernidad se sitúo en oposición al sistema de sentido que otorgaba la organización tradicional de la antigua sociedad. La historia del proceso de desanclaje entre la modernidad y la tradición, fueron profundizados y agudizados por la última modernidad a partir de la cual se genera el fenómeno del vaciamiento de significados totales que fundamenten la comunidad en símbolos elementales.

El resultado de dicho proceso a nivel del sujeto es la agudización del proyecto de vida centrado en la responsabilidad del individuo. Es decir, son las personas, enmarcadas en el desierto de los significados tradicionales las encargadas de elaborar sus propias identidades en función de un abanico amplio y rico de posibilidades. La hibridación de las creencias emana del proceso de desanclaje con la tradición y el sistema cultural que lo envolvía. Ello genera dos consecuencias para los individuo: 1.- Por una parte, los fuerza a construir sus propios sistemas de sentido desde el déficit de los significados públicos; y, 2.- La compulsión, adicción y obsesión centrada en la figura del cuerpo propio son resultado de una mente agotada por los estereotipos como modelos sociales a seguir, a la vez que sometido a las más fuertes ansiedades como resultado de un abanico de prácticas nuevas que se abren al sujeto como posibilidades a elegir.

Aquí es necesario constatar que ésta teoría es situada, es decir, es un producto europeo, nacido para explicar ese contexto y las biografía que se dan ahí. En la periferia las cosas ocurren de manera diferente, y sólo nos limitaremos a decir que el piso de solidaridad estatal europeo conocido como Estado de Bienestar es una institución inexistente para la mayoría de las naciones que bordean el centro europeo, lo que genera que las identidades y el proceso de construcción biográfica en la periferia del sistema mundial sea una elaboración frágil, difícil y altamente vulnerable al vaivén de la economía familiar o individual. La regla en la periferia es: Construye tu vida, elige tus creencias, dota de sentido a tu mundo, pero hazlo solo y ¡arréglatelas como puedas! (Robles).

La pérdida de significados hegemónicos que daban forma a la identidad de las antiguas generaciones se subsume en una serie de nuevas prácticas y significados que hacen de la diversidad y la tolerancia (valores de la modernidad reflexiva) la fuente para su legitimidad. La vida particular se vuelve un proceso de elaboración personal, que tiene su génesis en la vorágine autoconfrontacional de la modernidad reflexiva.

Si bien autores como Nietzsche intuyeron la emergencia del nihilismo como el resultado final de una cultura que se erigió en oposición con su pasado (modernidad) ya no es dado al hombre la definición de las fronteras de la naturaleza y sociedad en un mundo donde lo social se encarga de manipular hasta los más lejanos ámbitos de la naturaleza, por ejemplo: la manipulación genética de alimentos, vegetales, animales y seres humanos.

En la primera modernidad, el conocimiento se mostró como un factor de reducción de la incertidumbres, al final del día terminó por abrir puertas que los comunicaban con otras puertas, que cada vez más aumentaban las variables posibles de controlar, el descontrol, la pluralidad y la vastedad del horizonte a conocer es el principio actual de incalculabilidad de los fenómenos.

El déficit de significados que operen como valores clave en la mediación de las relaciones humanas vuelve a la interacción un proceso complejo, que tiende a reducir el desarrollo de nuestras vidas en función de segmentos donde nuestras preferencias se encuentran con perfiles similares a los nuestros (endogamia) a la vez que eleva el fenómeno de la contingencia como expresión del choque de perspectivas y expectativas entre individuo diferentes y grupos constituidos desde la desigualdad social.

El desafío de las nuevas identidades desde la periferia es sortear la construcción personal sin redes de solidaridad, a la vez que disolver oposiciones irreconciliables que configuraban la estructura de la antigua modernidad: (cuerpo/mente, materia/espíritu, naturaleza/sociedad, individuo/sociedad) y que dieron pié a una diferenciación de los ámbitos de la vida social sin una inclusión que los sostuviera. El cuidado de la salud emerge como una camino insoslayable, quizá no estoy en condiciones de afirmar el modo en el cual ésta cobrará forma, pero lo cierto es que las enfermedades psicológicas como efecto de una red social defectuosa, comienzan a asomarse en algunos estudios que ya perfilan la política/economía/salud como un campo a desarrollar.

El diálogo y la conciencia se vuelven un imperativo de nuestro tiempo, el único capaz de salvar las barreras de la segregación que entre individuos y clases manifiestan los contornos de nuestro ethos cultural presente.

3 de febrero de 2013

Huída.

"El Capitalismo es una religión, la más feroz, implacable e irracional que jamás haya existido, porque no conoce ni tregua ni redención".

Giorgio Agamben

30 de enero de 2013

Libro:


Merodeando las calles. La pobreza, la moral y las trampas de la etnografía urbana. [Loïc Wacquant]


2 de diciembre de 2012

Antropología al borde del abismo.

Quiero compartir con ustedes el último post del año. Al hacerlo quisiera revisar algunas inquietudes y puntos de vista relativos a problematizaciones que orientan mis últimas cavilaciones y dificultades de observación que veo en el plano de lo social y cultural, en tanto observador y comentador de éste.

Una preocupación central que guía mis últimos posteos pasa por entender la relación crítica a la cual las sociedades modernas han llevado el debate del conocimiento. En primer lugar el florecimiento de dilemas existenciales que de una u otra manera, sin juicio de por medio, manifiestan la emergencia de todos los discursos apocalípticos, la preocupación moderna por dotar de autoidentidades al yo fragmentado, las prácticas orientales como constitución de políticas de la vida. Todo eso, me ha llevado a examinar las cuestiones con respecto a la salud que la antropología médica viene rastreando con profundidad en las últimas décadas. 

A lo anterior se agregan los problemas de política. La política entendida como toma de decisiones individuales y composición de autoidentidades del sí mismo. De ésa política y de esa preocupación poco sabemos, la antropología política nos habla de comunidades de poder, de juegos de comunicación, de toma de decisiones a gran escala, del problema de la representatividad y su relación no resuelta con las democracias modernas. En todo aquello destaca el problema de lo "macro", y lo "micro" ha sido enviado a una problemática ajena a las ciencias sociales, en particular, goza del apelativo de "psicologismo" en lo social. 

Sin embargo, hemos tomado nota que desde los análisis hilarantes y algo incomprensinbles de un Nietzsche, pasando por el derrotero freudiano del inconsciente como continente inexplorado científicamente, hemos llegado a los análisis de las tecnologías del yo de Foucault, la incorporación de las estructuras socioculturales que comprende la noción de Habitus de Bourdieu a los dilemas contemporáneos de la ética del siglo XX como la emergencia de un lugar altamente problemático.

El hábito, propio del saber moderno de segmentar los problemas políticos masivos de identidad en "sociologías" o "antropologías" de lo político y delegar la necesidad de una terapeútica del yo como autocuidado del sí a temas relativos al dominio de la psicología o de la ética en una de sus vertientes, nos devuelve al eterno debate de los contornos y dominios que suscita la dialéctica Sistema/Actor. En un plano relativo a la antropología no parece oportuno relegar la preocupación masiva de búsquedas de modos de vida personal a una cuestión alejada de la disciplina. De hecho los productos de la modernidad capitalista y sus persistente llamado, ya casi esquizofrénico a la innovación producen identidades deterioradas por la insatisfacción de responder a las expectativas de ese llamado. 

Desde un plano teórico, me resulta insatisfactorio el hiperfuncionalismo abstracto de Luhmann, en ninguna parte de su teoría es posible reconocer el poder de agencia de lo que Latour denomina los no-humanos, centrándose en una sofisticada teoría relativa a los matices y funciones de la comunicación desprovista (muchas veces) de la fuerza gravitacional del Poder que autores como Chakravorty enuncian como la "imposibilidad de hablar" de los sujetos subalternos. Luhmann adolece de una fuerte incapacidad de pronunciarse sobre los debates en donde la desigualdad, la asimetría de poder y la constitución de circuitos de infrapolítica marginales al poder central hacen frente al sistema, manejado por Elites de poder que se articulan en circuitos de saber/política/economía cercados por la endogamia y la segregación.

El riesgo y la incertidumbre como narrativas contextuales de el estado de ánimo masivo propio de los países modernos ha provocado que el paisaje identitario de las últimas décadas conocido como "ateísmo" ha entrado en una crisis que amenaza con desencadenar una ola de nihilismo masivo o de la vuelta de una segundo movimiento de existencialismo gris, con la diferencia que ésta vez viene acompañado de la angustia heideggeriana a niveles masivos y ya poco vanguardistas que no anuncian la vuelta de una teoría filosófica, sino que el dibujo de un autoretrato de nosotros mismos roedados por la necesidad de una creencia "auténtica" que pueda hacer frente a la tormenta de nuestra propia modernidad desatada.

La respuesta a pesar del gobierno del pesimismo ha de ser lo que Latour llama la "proliferación de actores", es desde ahí que veremos surgir una nueva modalidad que de respuesta al estado actual, lejos de la literatura que usa y abusa de las categorías de "estructura" y "sistema" para explicarlo todo, se vuelve necesario recurrir al rastreo de unas redes que silenciosamente comienzan a asomarse. 

31 de octubre de 2012

Fiesta de los Muertos, around the world

AJAYU (Alma). Cortometraje boliviano que muestra la vida después de la muerte y el viaje de las almas en el pensamiento andino